Yoel Eduado está
hablándole (por telepatía) al haz de luz que sale del reflector que opera en el
teatro donde trabaja como asistente de iluminación. Nadie se ha percatado de
ello, básicamente, porque hay solo dos espectadores (ambos, jubilados, que
entraron gratis y son cortos de casi todos los sentidos, incluidos la atención,
ya que están dormiditos, en la platea, cabeza contra cabeza). Tampoco podría
verlo el actor principal, quien está enceguecido por el reflector que opera
Yoel Eduardo y por su ego en plena producción actoral del monólogo del
proletariado. Menos, aún, puede verlo el Jefe de Yoel Eduardo, agazapado entre
bambalinas, al acecho para tirarse arriba de la actriz de recontra reparto, ni
bien termine la función.
Yoel Eduardo, entonces,
en un ataque místico pasa las manos cerca de la luz. Las puntas de los dedos se interponen al reflector y proyectan sobre el escenario sombras chinescas. Solo él las ve. Entiende la señal, la último que hace es la cara de una mujer.