La superficie del vidrio, que encuadra el marco de la
puerta del edificio donde vive mi analista es un retrato de arte surrealista.
Lo que viene de la calle, y sucede a mi espalda, va sobre plano y es contenido
por la profundidad del palier. Los andantes y autos espejados, en este cuadro
vivo, habitan efímeramente la dimensión oscura de la planta baja, apenas
iluminada por un velador (de tulipa ocre) encendido sobre la mesa de recepción.
Me entretengo con esta imagen, me invento el interés
en descubrir arte efímero, porque todavía faltan cuatro minutos para la hora de
la sesión y, habiendo llegado con premeditado tiempo de espera, no me encontré
con quien esperaba verme: Adolfo.
El portero del edificio donde vive mi analista, hoy no
está. Lo llamativo es que, al faltar, tampoco aparece el elenco estable de
estas previas a mi sesión: el vecino con el perro Lanita, Rosaura, los pibes
con las macetitas. Ni siquiera está el florista.
Reviso la dirección, confirmo el número de la puerta,
estoy en el edificio donde vive mi analista. Chequeo la hora de la sesión. Todo
está en orden. En mi cuerpo habita el registro de estar en otra dimensión, como
si, en realidad, yo fuera es imagen plana, también metida en el plano del portal,
y el observador del cuadro vivo, un viajante del tiempo, conectado
circunstancialmente a mí.
Mi vuelo conjetural se detiene. En la pintura
surrealista algo se mueve, viene del lado oscuro, desde adentro, en el palier. Ilusiono
con ver a Adolfo, el tipo es como es, pero a esta altura, me hago cargo de que
si vengo a las sesiones es porque ya me familiaricé con él y la fauna de este
portal ubicado en un punto de Recoleta. El fulgor de la calle, sobre el vidrio,
hace que no pueda distinguir esa figura, que camina con paso de elefante
herido, y viene hace mí.
Doy un paso atrás, trabajo para mantener el equilibrio
sobre el perfil del escalón de mármol.
Quien está al otro lado es una mujer, regordeta, que
no está vestida con una bata, pero que tiene puesto un vestido que se parece a
una bata. En una mano trae un guante de látex naranja. Me habla, pero no le
entiendo. Le indico que abra la puerta, con el dedo índice de la mano derecha
me señalo, primero, la oreja y ,después, hago con ese dedo un
“no”, para que entienda que no la escucho. La mujer
pega la boca a la rendija de la puerta, sobre el vidrio (y sus labios) se arma
una orla de vapor. Acerco la oreja que acababa de señalar como imposibilitada
de escucha. La voz de ella se filtra para la mierda, no entiendo un carajo qué
me dice, juego a conectar los tonos y pausas con palabras, pero es como si me
hablaran en otro idioma. Muevo la cabeza para que mis ojos superen la orla de
vapor del vidrio e intentar hallar en la interlocutora un gesto o pantomima,
pero nada, la mujer no ofrece pistas motrices, más allá del movimiento de sus
labios. Doy un paso atrás, piso la vereda y le digo que no se preocupe que me
bajan a abrir, me acerco al portero, toco el timbre de mi analista, miro el
bronce del portero eléctrico, el tipo tarda en atender, toco nuevamente. Me
atiende de mal modo, mi acción de doble timbrazo preludia una sesión tensa. Dice
que pase y yo, en lugar de decirle no hay nadie, instintivamente tiro la mano a
la puerta, la empujo y la puerta se abre. Entro al palier, sin preguntar quién
me abrió, porque no tengo a nadie a quién preguntar. De esa mujer solo queda la
orla de vapor impresa sobre el vidrio.