miércoles, 5 de febrero de 2014

El portero de mi analista XIV - Solito y solo

Adolfo, el portero de mi analista, está plantado en la puerta del edificio, con el cogote torcido y no me saca los ojos de encima. Es tan evidente el acoso de su mirada que, mientras le pago el florista el ramo marchito me dice “no sabía que eran para ese” y me hace ojitos cómplices, insinuando que entre el portero y yo hay algo que no me interesa aclararle.
Estoy a tres pasos del portal. Adolfo gira sobre su pierna izquierda, infla el pecho, me espera, como si fuese el balón que va a caerle al buche, para dormirlo y amasarlo en una genial jugada de gol.
Llego y no me deja que le diga siquiera un buen día. “¿Dónde estuviste”, me pregunta y se queda mirándome, serio. No respondo, no tengo por qué hacerlo. Adolfo insiste en el reclamo: “Te llamé y no me atendiste”.
Para no hacer una bola enorme de algo que es una reverenda pelotudez, reveo mi postura original y considero apropiado dar mis razones, cuando en realidad, quien debería ser él quien debería explicarme de dónde sacó mi número de celular y por qué carajo me llama. Pero, no importa, no soy un tipo beligerante, lo mío es la búsqueda del punto en el cuál todos acordamos, sin joder al otro, ganando y perdiendo algo. Le cuento que no le atendí porque estaba en las Islas Malvinas y, aceptar una llamada, me iba a salir en Libras.
“No me dijiste que ibas a las Malvinas”, suelta ofendido, y, con ese gesto, adelanta su mojón sobre mi territorio y noto cómo se acerca a mi centro combativo.
Respiro, hago un esfuerzo para no repelerlo de manera violenta, apelo al diplomático que hay en mí, y le digo que me disculpe por no haberle contado que iba a ir. Él me dice: “Te parece simpático irte, así, sin decirle a nadie”. Le digo que lo manejé de esa manera, era algo mío, íntimo. “Ese es tu problema”, me sale al cruce, estira el silencio, se lleva la mano a la boca, me envuelve con su mirada penetrante. Separa la mano de los labios y sentencia: “Todo lo hacés solito y solo”. Me da vuelta la cara, toca un botón del portero eléctrico, al otro lado oigo la voz de mi analista y el portero le dice “Llegó el perdido, ahí se lo mando”. Adolfo, sin dejar de darme la espalda, estira el brazo derecho, empuja la puerta y, con tono de Jefe de Cátedra, me dice “Si yo no te abro, no entrás, ¿entendés? la vida se hace con el otro. Pensalo”.
Encaro al ascensor. Me dan ganas de decirle al portero, mirá forro cómo este pelotudo puede subir solito y solo al ascensor. Manoteo la puerta. La potencia de mi mano y brazo no logra abrirla. Insisto. Parece trabada. Oigo un ladrido, que viene de la vereda y hace eco en el palier del edificio. “Esperá, flaquito, ya te ayudo” me dice el vecino del Piso Octavo, que anda con Lanita en brazos. El vecino baja a la Caniche Toy al piso y, tocando algo arriba, opera la apertura de la puerta, mientras Lanita mueve la cola y me huele los pies. “Hoy por mí, mañana por ti”, sentencia el del Octavo.
El portero, recortado por el marco del portal abierto, se pasa la mano por boca y mueve afirmativamente la cabeza, de manera lenta, con gesto de Jefe de Trabajos Prácticos, como diciendo, dale, decime qué era lo que podías hacer solito.
Lanita ladra, está nuevamente en brazos del vecino del Octavo, adentro del ascensor. Doy paso largo, marco el piso SIETE y, antes de cerrar la puerta, Lanita ladra casi gruñendo.