Leí que la Iglesia de la
Cienciología llegó a Buenos Aires. Uno de los aspectos más conocidos de este
grupo religioso es que los padres se comen la placenta de sus hijos.
Esto me hace recordar a
La Miya, la gata de mi niñez. Después de parir a Monina (su primera cría) salió
un pedacito de carne. En mi rol de asistente de parto, capturé esa carne con mi
mano. La Miya me la sacó de los dedos con un zarpazo y se la tragó sin
masticar. Después de Monina, esa noche, parió cinco gatos más y repitió lo de
comerse la placenta. Ya no metí mano. En la yema del dedo gordo, tenía el
dibujo del uñazo de la gata.
Un día, me enteré por
un compañero del colegio que, cuando nacemos, también venimos con placenta. Le
fui a preguntar a la japonesa Iukie si eso era cierto. Ella, desde que me había
convidado de su cigarrillo, era la persona para compartir un secreto. Me
confirmó lo que había dicho mi compañero y agregó que, en el hospital, tiraban
las placentas de los bebés a los tachos de basura, que después van los gatos y
se las comen, porque les encantan. Me pareció un bolazo y ella soltó “No oíste
que los gatos lloran como bebé”, se dio media vuelta y se fue a hacer origamis.
Esta noche, en que cielo
de Buenos Aires tiene la luna (como dice Selva Almada) como uña de gato,
conecto la noticia con el recuerdo. Se me ocurre pensar si esa marca en el
cielo, no es una gato-señal, una especie de advertencia, la última oportunidad
para que los de la iglesia de los come placenta vuelvan por donde vinieron.