Salva al crítico literario, a quien los textos se
les plantan orgánicos y pregnantes.
Cuídalo del acoso de la poética que se le aparece
a cada rato, sobre todo, cuando no lee poesía. Desátale los nudos narrativos y libéralo
del encorsetamiento de las unidades de tiempo.
Ayúdalo a superar el ninguneo del libro que,
mientras lo lee, dialoga o es interpelado por otros libros o seres.
Por último, despégale el sticker de erudición-chasco
que le cubre el tercer ojo. Ayúdalo a activar la glándula pineal, antes de que
se le reseque y pase un Hannibal Lecter Jefe de Redacción y se las coma como
molleja.
Empújalo a sentir, a que me cuente si el libro que
leyó, simplemente, les gustó (con un “me gusta facebook”, me conformo).
Dale valor para que cuente si en algún tramo de la
novela le dieron ganas de ir garchar; si odió o amó al personaje de un relato;
si lloró en medio del drama; si, mientras leía, se cagó de risa o se pegó un
embole de novela. ¡Por favor! Que me diga si el libro que leyó, por más best
seller que sea el autor, es un texto tramposo.
Dale al crítico literario valor para soltar la
experiencia de la lectura, lejos de la relación extorsiva “visitador-médico”
del ejecutivo de cuentas de la editorial. Sácalos del redil de los compromisos,
del toma-daca, del “como te adulo, tu
editorial, luego, me publica”.
Por eso, más que nunca, te suplico, salva a los
críticos literarios.