viernes, 15 de noviembre de 2013

El portero de mi analista VI

Soledad
Mientras ato la bici al palo de la luz, hago mi primera observación de campo. El portero del edificio donde vive mi analista no está.
Camino hacia el portal, chequeo la hora, faltan cuatro minutos. Mucho tiempo para Adolfo. Porque Adolfo puede aparecer en cualquier momento y no sea cosa que Adolfo justo hoy no venga cuando me acuerdo perfectamente que se llama Adolfo. Y, hasta digo “Adolfo” en voz alta, canchereando y una mina que está recontra buena me dice “¿Qué te pasa enfermo?” y no le contesto. No me importa. No es con ella es con A-dol-fo, el portero.
Inspecciono a izquierda y derecha, no lo veo. Hago un recorrido esperanzador al llevar la mirada a la vereda de enfrente; tampoco lo veo. Miro el reloj, quedan dos minutos para la hora de mi sesión.
Me sereno, dos minutos es muchísimo, la de imperios que se construyeron en dos minutos, reflexiono y, enseguida, someto a análisis la frase que acabo de tirar y no me viene a la cabeza ningún imperio, y no sé por qué dije lo que dije, y como soy tozudo escarbo en mi memoria, busco Imperio, me sale Romano y al toque César y de un César paso a Alejandro y paro. Me doy cuenta, a tiempo, de que este jueguito mental me lleva a más nombres, y se trata de un mecanismo autodestructivo de mi cabecita. Y yo, justamente hoy, no necesito meter más nombres, porque me acuerdo muy bien del nombre. ADOLFO.
Miro la pantalla del celu, queda menos de un minuto. El tipo no aparece, pienso si no viene a propósito o si algo que hice o dije la semana pasada le jodió y, sabiendo (él) qué día y a qué hora vengo, me evita. Porque cuatro minutos es nada en la vida de un portero que se la pasa todo el reverendo día al pedo, tiene casa gratis, tampoco paga el cable, las boletas de luz y gas, el teléfono fijo y los canales porno. Miro la hora ¡Hijo de puta! Justo hoy que me acuerdo de su nombre no viene.
Recaliente, toco el timbre de mi analista. Me pregunta “¿Te abre?” y sé que me pregunta por él, porque si no diría “Te Abren” y yo le contesto que Adolfo no está, mientras un bocinazo de un auto más una sobrecarga de artillería de malas palabras se solapan a mi voz. “¿Quién no está?” Brota la consulta de mi analista por el parlante y pesco a dónde va el tono de la voz, que le salió como “hago de cuenta que no te escuché, respondé de nuevo”; es el tono del profesor gamba que en un final oral hace que no te escuchó la respuesta, te pide que la repitas por la otra para que apruebes.
Me agarro de esa soga que me acaba de tirar el analista y, con decisión, corrijo “No está Francisco”. “¿Quién es Francisco?” retruca mi analista, descolocado. Se me aflojan las piernas, me duele la panza, los labios me tiemblan, y me quedo en silencio, preso de un nuevo fracaso.
Un señor aparece con un caniche toys. El perrito huele la punta de mis dedos salidas de las sandalias, se mete en la charla y le dice a mi analista “No bajés, yo le abro al pibe”.

El buen vecino abre la puerta, se hace a un lado, avanzo. El perrito tensa la correa, mis dedos de los pies son su norte. Abro la puerta del ascensor, entramos, los tres.