Duelo de clavel
Voy con el tiempo justo para tocar el timbre. No
quiero pisar el portal más tiempo de lo debido, nada de sufrir con cada
evocación de quien ya no está entre nosotros. Solo miro el futuro. Borrón y
cuenta nueva. Pasado pisado.
Ato la bici a un caño del puesto de flores. El
florista me encara, “Comprá esta ganga, cinco claveles, dos pesos”. Pago el
ramito de flores marchitas, no por las flores, sino por asegurar mi reencuentro
con la bici tal y como la dejo.
Llego al portal del edificio donde vive mi analista. Al
detenerme, la estela del perfume del ramo de claveles me envuelve con olor a
cementerio. Sacudo la cabeza, nada de asociar ideas. Hago que no lo huelo, me
convenzo de que tengo la nariz tapada por culpa de mi rinitis alérgica a las
pelusitas de los plátanos, acá no pasa nada.
Toco timbre y eso es lo único que me importa ¡Dejá
de pensar! me digo enojado y a viva voz.
“Pienso en lo que se me canta en las pelotas” dice mi analista al otro lado del
aparato y me apuro a decir quién soy, que no le hablaba a él. Silencio. Ruido
en el parlante. El analista me habla como si recién atendiera. “Bajo a abrirte”.
Ese “bajo a abrirte”, en lugar de “Decile que te
abra”, es la confirmación de mis temores.
Adolfo, ya no está. Huelo clavel de cementerio. No
puedo contener las evocaciones. Lo imagino acá, como tantas mañanas, esa
sonrisa resuelta, la mirada de altura, el habla llena de pausas y de oraciones económicas
y pregnantes.
Ya nada tabica mi dolor por la pérdida. Entre los
párpados, se filtra una lágrima, después un lagrimón y, al final, sobre la
superficie de mi cara, arrasa el caudal torrentoso del llanto.
Chirrido en el garaje. La puerta se eleva hasta
ponerse paralela al piso. No voy a dejar de llorar, no voy a ocultar mi dolor
al conductor anónimo oculto detrás de una ventanilla polarizada.
Estoy en latidos terminales, como David Carradine
después de recibir el golpe de los cinco puntos y palma de la mano derecha Umma
Truman, en Kill Bill 2.
Mi mirada acuosa se encuentra con un chorro de agua
que sale del garaje. Manguera en mano, aparece el portero del edificio donde
vive mi analista.
El tipo mira hacia mí, pero no me ve, gira la cabeza, avanza
hacia la calle.
No puedo abrir la boca, ni moverme, el brote repentino
de alegría sobre el campo del dolor, trae parálisis.
El portero detiene el andar en el cantero. Con el
chorro de agua, hace un pozo en la tierra, después lo convierte en barro,
charco, lagunita y desborde.
Adolfo no me registra. Soy para él como un mail Spam, ese
que nadie se interesa en leer, ni saber quién envió, y que queda en la carpeta
de las Spam para su programada autoeliminación.
Escucho que la puerta se abre. Pienso, si es mi
analista, pero no, el palier está vacío. No quiero entrar en pánico, nada de
pensar en pelotudeces, por ahí estaba mal cerrada y un golpe de aire la abrió. Entro
a las apuradas. La puerta de calle se cierra a mis espaldas. Llamo al ascensor,
no miro para atrás, solo adelante donde me espera mi hora de terapia y la
contención de mi analista.
El repentino golpe del chorro del agua contra el lado
externo del portal me hace mirar hacia afuera. El vidrio de la puerta recibe
los latigazos de agua que manda el portero. El vidrio es una pantalla líquida
para ver el afuera, donde Adolfo es una mancha difusa, espectral.