viernes, 29 de noviembre de 2013

El portero de mi analista VII - Duelo de clavel

Duelo de clavel
Voy con el tiempo justo para tocar el timbre. No quiero pisar el portal más tiempo de lo debido, nada de sufrir con cada evocación de quien ya no está entre nosotros. Solo miro el futuro. Borrón y cuenta nueva. Pasado pisado.
Ato la bici a un caño del puesto de flores. El florista me encara, “Comprá esta ganga, cinco claveles, dos pesos”. Pago el ramito de flores marchitas, no por las flores, sino por asegurar mi reencuentro con la bici tal y como la dejo.
Llego al portal del edificio donde vive mi analista. Al detenerme, la estela del perfume del ramo de claveles me envuelve con olor a cementerio. Sacudo la cabeza, nada de asociar ideas. Hago que no lo huelo, me convenzo de que tengo la nariz tapada por culpa de mi rinitis alérgica a las pelusitas de los plátanos, acá no pasa nada.
Toco timbre y eso es lo único que me importa ¡Dejá de  pensar! me digo enojado y a viva voz. “Pienso en lo que se me canta en las pelotas” dice mi analista al otro lado del aparato y me apuro a decir quién soy, que no le hablaba a él. Silencio. Ruido en el parlante. El analista me habla como si recién atendiera. “Bajo a abrirte”.
Ese “bajo a abrirte”, en lugar de “Decile que te abra”, es la confirmación de mis temores.
Adolfo, ya no está. Huelo clavel de cementerio. No puedo contener las evocaciones. Lo imagino acá, como tantas mañanas, esa sonrisa resuelta, la mirada de altura, el habla llena de pausas y de oraciones económicas y pregnantes.
Ya nada tabica mi dolor por la pérdida. Entre los párpados, se filtra una lágrima, después un lagrimón y, al final, sobre la superficie de mi cara, arrasa el caudal torrentoso del llanto.
Chirrido en el garaje. La puerta se eleva hasta ponerse paralela al piso. No voy a dejar de llorar, no voy a ocultar mi dolor al conductor anónimo oculto detrás de una ventanilla polarizada.
Estoy en latidos terminales, como David Carradine después de recibir el golpe de los cinco puntos y palma de la mano derecha Umma Truman, en Kill Bill 2.
Mi mirada acuosa se encuentra con un chorro de agua que sale del garaje. Manguera en mano, aparece el portero del edificio donde vive mi analista.
El tipo mira hacia mí, pero no me ve, gira la cabeza, avanza hacia la calle.
No puedo abrir la boca, ni moverme, el brote repentino de alegría sobre el campo del dolor, trae parálisis.
El portero detiene el andar en el cantero. Con el chorro de agua, hace un pozo en la tierra, después lo convierte en barro, charco, lagunita y desborde.
Adolfo no me registra. Soy para él como un mail Spam, ese que nadie se interesa en leer, ni saber quién envió, y que queda en la carpeta de las Spam para su programada autoeliminación.
Escucho que la puerta se abre. Pienso, si es mi analista, pero no, el palier está vacío. No quiero entrar en pánico, nada de pensar en pelotudeces, por ahí estaba mal cerrada y un golpe de aire la abrió. Entro a las apuradas. La puerta de calle se cierra a mis espaldas. Llamo al ascensor, no miro para atrás, solo adelante donde me espera mi hora de terapia y la contención de mi analista.

El repentino golpe del chorro del agua contra el lado externo del portal me hace mirar hacia afuera. El vidrio de la puerta recibe los latigazos de agua que manda el portero. El vidrio es una pantalla líquida para ver el afuera, donde Adolfo es una mancha difusa, espectral.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Marte Bradbury en Revista miNatura

Está disponible el nuevo número de revista miNatura, dedicada a Rad Bradbury.
Acá te anticipo mi colaboración.
Marte Bradbury
Dentro de un mundo gelatinoso, líquido, placentero, ve todo teñido de rojo. Una fuerza inesperada lo abducciona, va por un tubo angosto, de paredes anaranjadas con un final de luz blanca. Miembros inquietos lo cazan al vuelo, lo ponen cabeza abajo. Suena un chasquido metálico. Entreabre los ojos. La manguera del agua y el alimento flamea en el aire seco, del nuevo mundo impregnado de perfumes penetrantes y ruidos.
La acción de los miembros que lo agarran, lo vuelve a girar. Él no abre la boca, tampoco respira. Un golpe seco en el traste, lo estremece y él contragolpea con un grito desgarrador que es ahogado por un manto celeste, que lo enrolla.
Los miembros movedizos y firmes lo siguen teniendo en el aire, bien agarrado.
Él mete y saca aire del cuerpo.
La fuerza externa lo lleva en vuelo sobre una superficie irregular, de cumbres y llanos pálidos. El viaje termina cuando su cabeza aterriza sobre un acolchado rojo. Vuelve a berrear, no tanto por el  contacto sino porque, sin siquiera pedirlo, lo han sacado de su planeta rojo, ese, donde era tan feliz.
Tal vez así haya sido el nacimiento de Ray Bradbury, tal vez por ello, cuando soltó las riendas de su imaginación literaria y lo plasmó en una obra fenomenal, buscó el planeta más rojo del barrio solar.
Hoy, noventa y cuatro años después de aquel alumbramiento, mientras en el planeta Marte un robot de la NASA rola sus ruedas de lata y saca, a repetición, fotos digitales, con la afición criminal de la captura de imágenes, tan de estos tiempos, muy probablemente, otro marciano es expulsado del vientre de una terrícola, para tomar la posta que ha dejado Bradbury.


Potrillo loco


Mi viejo me decía "potrillo loco".
Por eso no me extraña que a esta altura de mi vida ya no esté para ciertos trotes.
Por cierto, como nunca lo estuve, ni para el trote, ni para el paso.
Estoy, como lo he estado siempre, para estampidas y corcoveos, sin riendas, ni monturas, ni jinetes, ni alambrados.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El portero de mi analista VII

Sesión cancelada
Llama mi analista para decirme que suspende la sesión por un asunto personal. “Nos vemos la semana que viene”, dice y yo le respondo bueno, nos vemos, chau.
Me quedo mirando el teléfono, por qué no le pregunté los motivos que lo llevaron la cancelación del turno. No sé, mínimo eso. Es lo que él hubiese hecho conmigo, tenerme una sesión entera hablando del asunto, como lo hace cuando llego un minuto tarde.
Contengo mi bronca, la contraataco con una idea positiva, pienso, suspendida la sesión, ganada la mañana.
Pero no logro cambiar mi estado porque me acuerdo del portero del edificio donde vive mi analista.
Me pregunto si mi analista le habrá avisado al portero que no voy.
Con esta serán dos semanas sin verlo. Pasaré siete días más sin saber por qué faltó al trabajo la semana pasado y, el pobre, sobrellevará catorce días sin verme.
Podría subirme a la bici, pasar por la puerta, ver si el tipo está y, como haciendo que pasé de pedo, lo saludo y lo tranquilizo, le hago notar que sigo vivito y coleando. Lo dejo tranquilo.
Está bueno dar señales claras. Que el tipo no sepa nada de mí, eso es jodido. Estar en ascuas, sin definiciones, metido en un tránsito nebulósico, eso es choto-choto.
Pero bué, no se puede, hay que respetar el tiempo que marca mi analista y el portero va a tener que aguantar. Una semana en la vida es nada, pasa como pedo, es un suspiro.
Suspiro. Giro sobre mi silla rotatoria y quedo mirando por la ventana. Cuelgo mi mirada en la franja aérea que está entre las nubes y los techos de Villa Crespo.
El tránsito de ese espacio me torna casi etéreo, soy una especie de alma errante, un espítiru. Espíritu, alma errante y me asalta una idea horrible. No, no puedo pensar que el portero del edificio donde vive mi analista murió. Mucho menos que mi analista me suspendió la cesión porque fue a su velorio. Pero lo pienso y se me parte el alma. Tengo ganas de llorar, brota una puntada en la boca de mi estómago.

Dejo de mirar la ventana, recupero el giro sobre mi silla, miro la pantalla de la compu, busco distraerme, dar con algún videíto, algo. Pero no puedo sacarme la idea de que al portero le haya llegado la hora y, para peor, que tendré que sobrellevar siete días de espera para saber si estiró la pata, siete jornadas indefinidas, de tránsito nebulósico, o sea, me espera una semana de mierda.

viernes, 15 de noviembre de 2013

El portero de mi analista VI

Soledad
Mientras ato la bici al palo de la luz, hago mi primera observación de campo. El portero del edificio donde vive mi analista no está.
Camino hacia el portal, chequeo la hora, faltan cuatro minutos. Mucho tiempo para Adolfo. Porque Adolfo puede aparecer en cualquier momento y no sea cosa que Adolfo justo hoy no venga cuando me acuerdo perfectamente que se llama Adolfo. Y, hasta digo “Adolfo” en voz alta, canchereando y una mina que está recontra buena me dice “¿Qué te pasa enfermo?” y no le contesto. No me importa. No es con ella es con A-dol-fo, el portero.
Inspecciono a izquierda y derecha, no lo veo. Hago un recorrido esperanzador al llevar la mirada a la vereda de enfrente; tampoco lo veo. Miro el reloj, quedan dos minutos para la hora de mi sesión.
Me sereno, dos minutos es muchísimo, la de imperios que se construyeron en dos minutos, reflexiono y, enseguida, someto a análisis la frase que acabo de tirar y no me viene a la cabeza ningún imperio, y no sé por qué dije lo que dije, y como soy tozudo escarbo en mi memoria, busco Imperio, me sale Romano y al toque César y de un César paso a Alejandro y paro. Me doy cuenta, a tiempo, de que este jueguito mental me lleva a más nombres, y se trata de un mecanismo autodestructivo de mi cabecita. Y yo, justamente hoy, no necesito meter más nombres, porque me acuerdo muy bien del nombre. ADOLFO.
Miro la pantalla del celu, queda menos de un minuto. El tipo no aparece, pienso si no viene a propósito o si algo que hice o dije la semana pasada le jodió y, sabiendo (él) qué día y a qué hora vengo, me evita. Porque cuatro minutos es nada en la vida de un portero que se la pasa todo el reverendo día al pedo, tiene casa gratis, tampoco paga el cable, las boletas de luz y gas, el teléfono fijo y los canales porno. Miro la hora ¡Hijo de puta! Justo hoy que me acuerdo de su nombre no viene.
Recaliente, toco el timbre de mi analista. Me pregunta “¿Te abre?” y sé que me pregunta por él, porque si no diría “Te Abren” y yo le contesto que Adolfo no está, mientras un bocinazo de un auto más una sobrecarga de artillería de malas palabras se solapan a mi voz. “¿Quién no está?” Brota la consulta de mi analista por el parlante y pesco a dónde va el tono de la voz, que le salió como “hago de cuenta que no te escuché, respondé de nuevo”; es el tono del profesor gamba que en un final oral hace que no te escuchó la respuesta, te pide que la repitas por la otra para que apruebes.
Me agarro de esa soga que me acaba de tirar el analista y, con decisión, corrijo “No está Francisco”. “¿Quién es Francisco?” retruca mi analista, descolocado. Se me aflojan las piernas, me duele la panza, los labios me tiemblan, y me quedo en silencio, preso de un nuevo fracaso.
Un señor aparece con un caniche toys. El perrito huele la punta de mis dedos salidas de las sandalias, se mete en la charla y le dice a mi analista “No bajés, yo le abro al pibe”.

El buen vecino abre la puerta, se hace a un lado, avanzo. El perrito tensa la correa, mis dedos de los pies son su norte. Abro la puerta del ascensor, entramos, los tres.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El Ansia.

Te cuento cómo fue mi despedida de soltero, en el 2006, con Laiseca y Leonardo Oyola.

La Guerra del Gallo - Libro y obra de teatro - Bahía Blanca


viernes, 8 de noviembre de 2013

El portero de mi analista V

Tormenta muda
Bajo del colectivo y al refugio del 92. Llueve y mucho. La parada está a media cuadra del edificio donde vive mi analista. Abro el paraguas, salgo del refugio. Charcos y baldosas flojas ensopan mis medias. No me importa. Decidí que iría sin cargas, ni preocupaciones. Empezando por la de recordar si el nombre portero del edificio donde vive mi analista es Francisco o Adolfo. Si llego a toparme con él, ya lo decidí, no voy a hablarle. Lo ignoraré. Iré directo al timbre y esperaré a que mi analista me baje a abrir. Andar libre me hace sentir muy orgulloso de mí. Estoy tan ancho que ni la tormenta me jode.
Llego. Descubro un obstáculo. El portero está parado debajo del marco de la puerta, contra la pared, pegado a la placa con los timbres de los departamentos. Con la excusa de que el paraguas me tapa la visual, no lo saludo, sigo dos pasos más, me subo al escalón de la entrada para guarecerme de la lluvia. Sin mirarlo, exagero mi interés en la operación de cerrar el paraguas. Lo hago lento. Le doy tiempo para que el tipo se mueva de ahí, mientras le transmite mi escaso interés en su persona.
El portero sigue firme. Escucho que carraspea, noto que me mira. Saco el celular, miro la pantalla. Queda un minuto para la hora de sesión. Del paraguas, paso a mirar un charco. Los golpes de las gotas generan burbujas. Eso significa que la lluvia viene para largo. Podría decirle eso o qué fulero está el tiempo, pero no le voy a hablar. Él no existe, para mí. El tipo respira profundo y suspira lento. Sobre el charco se espeja un rayo, semiesferas de mercurio, parecen las burbujas antes de explotar. Pienso en lo efímero de esos cuerpos líquidos. Me sobreviene la idea del par dialéctico efímero-eterno, y eso me lleva a pensar que, a veces, un microsegundo es un siglo y que, como ahora, un minuto parece eterno.
No aguanto más la espera, miro la pantalla de mi celular. Es la hora. El Portero sigue sin moverse. Enfoco un primer plano de la placa de bronce con los timbres. El Portero, queda, en un segundo plano borroso. Paso el brazo derecho delante de él (pienso toco el aire no te todo, toco el aire el aire es libre), y toco el timbre de mi analista. Atiende, le digo quién soy y me dice: “Decila a Adolfo que te abra”.
El portero respira cortito por la nariz, como aspirando moquito flojo. Traigo el brazo hacia mi dorso. Abatido, le solicito que me abra. “No te pongas mal”, me dice, “lo que está pasando está muy bien, pudiste manifestar tu demanda. Diste un paso, eso muy bueno; como dijo el astronauta un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad ”.
El tipo tiene una sonrisa amable, nada revanchista, más bien caritativa y monacal. Pienso en que fui una bestia en ponerme duro con él, que ningunearlo fue una estrategia de mierda. Reblandecido, le pregunto si realmente cree que estoy mejorando. Hace que sí con la cabeza y me regala una sonrisa sacerdotal. “Le digo, gracias por tu ayuda Francisco”. La cara le cambia a Abad emponzoñador de El Nombre de la Rosa.
Se me viene el mundo abajo, me siento como la vaca en camión jaula.
Abre la puerta, se hace a un lado para que pase y larga, “como dijo Xuxa, un pasito para el frente, dos pasitos para atrás. Pensátelo. Te veo la semana que viene”.
Trueno, granizo, bocinazos.

Arrastrando los pies, llego a la puerta del ascensor. No tengo una palabra, solo un millón de tormentas.

martes, 5 de noviembre de 2013

Uña de gato




Leí que la Iglesia de la Cienciología llegó a Buenos Aires. Uno de los aspectos más conocidos de este grupo religioso es que los padres se comen la placenta de sus hijos.
Esto me hace recordar a La Miya, la gata de mi niñez. Después de parir a Monina (su primera cría) salió un pedacito de carne. En mi rol de asistente de parto, capturé esa carne con mi mano. La Miya me la sacó de los dedos con un zarpazo y se la tragó sin masticar. Después de Monina, esa noche, parió cinco gatos más y repitió lo de comerse la placenta. Ya no metí mano. En la yema del dedo gordo, tenía el dibujo del uñazo de la gata.
Un día, me enteré por un compañero del colegio que, cuando nacemos, también venimos con placenta. Le fui a preguntar a la japonesa Iukie si eso era cierto. Ella, desde que me había convidado de su cigarrillo, era la persona para compartir un secreto. Me confirmó lo que había dicho mi compañero y agregó que, en el hospital, tiraban las placentas de los bebés a los tachos de basura, que después van los gatos y se las comen, porque les encantan. Me pareció un bolazo y ella soltó “No oíste que los gatos lloran como bebé”, se dio media vuelta y se fue a hacer origamis.
Esta noche, en que cielo de Buenos Aires tiene la luna (como dice Selva Almada) como uña de gato, conecto la noticia con el recuerdo. Se me ocurre pensar si esa marca en el cielo, no es una gato-señal, una especie de advertencia, la última oportunidad para que los de la iglesia de los come placenta vuelvan por donde vinieron.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Fin "hitórico"

Desclavo los aguijones de los aniversarios y los días festivos. No más días “hitóricos”, nada de mojones ni fronteras. Festejo o lloro sin pensar en el día. Nada de reglas; en este territorio se borran las marcas de los milímetros, y con las reglas ciegas, se hace aserrín y que, de ellas, decida el viento. Con mi luna abotonada al zodiáco de la revista del domingo y el regente chamuscándome la crisma, ya sabés, mapa del cielo, sobre qué tierra, desde hoy, llueven tus brillos.

Oración de la Sección (literaria)



Salva al crítico literario, a quien los textos se les plantan orgánicos y pregnantes.
Cuídalo del acoso de la poética que se le aparece a cada rato, sobre todo, cuando no lee poesía. Desátale los nudos narrativos y libéralo del encorsetamiento de las unidades de tiempo.
Ayúdalo a superar el ninguneo del libro que, mientras lo lee, dialoga o es interpelado por otros libros o seres.
Por último, despégale el sticker de erudición-chasco que le cubre el tercer ojo. Ayúdalo a activar la glándula pineal, antes de que se le reseque y pase un Hannibal Lecter Jefe de Redacción y se las coma como molleja.
Empújalo a sentir, a que me cuente si el libro que leyó, simplemente, les gustó (con un “me gusta facebook”, me conformo).
Dale valor para que cuente si en algún tramo de la novela le dieron ganas de ir garchar; si odió o amó al personaje de un relato; si lloró en medio del drama; si, mientras leía, se cagó de risa o se pegó un embole de novela. ¡Por favor! Que me diga si el libro que leyó, por más best seller que sea el autor, es un texto tramposo.
Dale al crítico literario valor para soltar la experiencia de la lectura, lejos de la relación extorsiva “visitador-médico” del ejecutivo de cuentas de la editorial. Sácalos del redil de los compromisos, del toma-daca, del  “como te adulo, tu editorial, luego, me publica”.
Por eso, más que nunca, te suplico, salva a los críticos literarios.