martes, 15 de mayo de 2012

Postales del Festival Azabache

El domingo terminó la segunda edición del Festival Azabache. El grueso de la temática tenía que ver con el género policial.
Entre los expositores del policial pude encontrarme con amigos que admiro como Carlos Salem, Leo Oyola, Kike Ferrari, Gabi Cabezón, María INés Krimmer y Natalia Moret. El género negro también incluyó el terrar con un claro mensajero: José María Marcos. No falto lugar para lo erótico (Ale Zina, Carlos Marcos) y lo delirante (Fernando Figueras).
Y, desde lo emergente, irrumpieron de lo criminal y canalla irrumpieron Nicolás Correa, Marcos Almada, Enzo Maquerina y Gonzalo Unamuno. Los créditos marplatenses fueron Juan Carra, Fernando del Río, Gabriel Balmaceda y Javier Chabrando.
El equipo se completó con Jon Lee Anderson, Vicente Battista,Gabriel Rolón, Sebastián Chilano, Rodolfo Palacios, Juan Sasturain, Federico Andahazi, Josefina Licitra, Cristian Alarcón, Leopoldo Brizuela, Ricardo Romero, Reynaldo Sietecase, Sebastián Hacher, Jorge Fernández Díaz, Osvaldo Aguirre, Mercedes Giuffré, Juan Terranova, Guillermo Orsi, Gustavo Nielsen.
Mi participación fue la de presentar (junto a Carlos Salem y Carlos Marcos) mi novela "2022-La Guerra del Gallo" y formar parte de la mesa sobre Philip K Dick (junto a Ricardo Romero, José María Marcos y Ricardo Ruíz) sobre esta mesa en particular debo agradecer el apoyo de Esteban Castromán, quien puso voz donde yo ya no la tenía y leyó el texto que escribí para presentar al gran PK Dick (que podés usar, copiar y replicar donde quieras, eso sí, citá la fuente):
Es 16 de diciembre de 1928 nacen mellizos: nene y nena. Salen al mundo un mes y medio antes de lo esperado, y no del todo preparados para soportar el ataque de la nueva vida.
A las semanas de nacer, la nena muere, justo el día en que debería haber nacido. Entierran el cuerpito y en la lápida escriben su nombre, pero, sobre el mármol, dejan en blanco el lugar para imprimir las letras del nombre de su hermanito, cuando le toque el turno de partir.
El nene crece con el fantasma de su hermana. Los padres lo pescan en la habitación hablando a la nada, pero como si lo hiciera con la melliza. Se quedan en silencio. Escuchan que él le dice a su hermanita que van a ir al cine y, de pronto, se calla porque descubre a sus padres en el pasillo. Ellos siguen camino, miran hacia delante.
Nadie se le anima a la mirada del niño porque es tan profunda que, al enfocarte a los ojos, en realidad, te está diseccionando el alma.
Ya mayor, se muda de casa, cursa estudios, se gradúa y sale a vender discos. También escribe. La ciencia ficción es su territorio, por allí camina, crece, interpreta a este y a todos los mundos que él intenta conocer.
Logra que le publiquen un cuento y arranca un desenfrenado proceso de creación literaria. Se hace conocido él y, sobre todo, su pensamiento político.
Lo persigue la CIA. Le abre correspondencia, le escucha las llamadas y le pone un tipo en la puerta de la casa: un hombre alto, de pelo engominado, traje oscuro, anteojos de sol, zapatos tamaño canoa, negros y brillantes. El inspector se aburre de esperar algo subversivo de un posible comunista al que solo ve, a través de la ventana, sentado, de frente a su máquina de escribir. Una tarde, invita a pasar a su casa al inspector, le sirve un té, conversa de cosas de este y otros mundos, y termina dándole clases de manejo de auto.
La buena relación con el enviado del Gobierno no calma su cabeza. Ve persecutores y espías por todos lados. Al posar su oído en el teléfono, escucha murmullos. En la tele, las interferencias se le revelan en formas casi humanas que quieren imponerle pensamientos. Está convencido de algo: su cabeza es el terreno que las Corporaciones y el Gobierno quieren colonizar y debe defenderlo con la vida. Se encierra, bloquea ventanas, hace salidas nocturnas, evita los encuentros públicos.
En el camino de la adultez van pasando las esposas, ya tiene hijos y le escasean los amigos. Casi nadie tolera oír sus revelaciones. El mellizo, ya adulto, ahora escucha voces que le descubren misterios de la existencia y le presentan un mundo místico. Una tarde, de la nada, empieza a hablar en una lengua antiquísimas que ni él conocía. Dice que alguien del pasado lo viene a ver y estaba hablando con la conciencia de ese ser.
Entiende que por sus conocimientos se le meten en la cabeza las Coporaciones y el Gobierno, quieren borrar las nuevas verdades y colonizar su mente para anularlo. Y él les planta batalla gatillando teclas. Dentro de la casa, el continuo tableteo de los golpes de los tipos en el papel da cuenta del grado de fuego del combate. No puede parar de escribir. Lo hace para vivir, porque su corazón late en cada una de las palabras y porque la paga mísera de los editores por sus cuentos y novelas ayuda para arrimar algo de comida al plato. Los editores que lo publican lo presionan, quieren de él una producción acorde al modelo Fordista que ha hecho del país una Potencia: mucho y barato. Él resiste, no pueden captarlo.
Pero la lucha deja huellas, hiende el alma, orada la piel, desangra por las heridas. Y, cuando ya no tiene fuerzas, le dan premios, los colegas le rinden homenajes, pero, para él ya es tarde. Tan tarde, como que no llega a ver su primera novela llevada al cine que el director Ridley Scott tituló Blade Runner.
Dos de marzo de mil novecientos ochenta y dos, fin del invierno, el mellizo, ya adulto, muere. Su propio padre lo entierra, allá, en el cementerio donde la lápida tiene el nombre de la hermana y ahora, también, lleva impreso el de él: Philip K. Dick. 16/12/11, Juan Guinot