miércoles, 1 de febrero de 2012

Hace treinta años me anoté para pelear en la Guerra de Malvinas.


En unos días (más precisamente el 2 de abril) se cumplirán treinta años del desembarco argentino en las Islas Malvinas. También, esa fecha, se cumplirán treinta años de mi declaración enamoradiza a la guerra (por escrito) que, por suerte, nunca fue correspondida.
Cuando yo estaba metido en la locura de la guerra (como gran parte de mis conciudadanos) y con tan solo trece años de edad vos, Príncipe Guillermo, navegabas por el océano amniótico de Lady Di. Para ese día, William transitabas el séptimo mes del último paseo feliz de tu historia junto a tu carismática madre.
Te llevo, William, trece años. Justo la cantidad de años que hubiese vivido si realmente la Junta Militar hubiese aceptado mi solicitud para alistarme en el Ejército. Tranquilamente, podrías ser mi hermano. Y es por eso que me tomo este atrevimiento de contarte algo: con el fin de la guerra pude enterarme de la estupidez y delirio de esos días; muchos años sopesaron sobre mis espaldas los fantasmas de aquel desastre y lo mal que me hubiese ido si entraba al juego lo de tiros y bombas. Quisiera hacerte ver lo complicado que es jugar con fuego y explicarte que ciertos acontecimientos dolorosos, por más que pasen los años, nunca cicatrizan y que si se mete la mano, o peor, se aterriza un helicóptero artillado sobre la carne herida, no se hace más que apuntalar el dolor.
No voy a juzgar la atmósfera de tu universo. A cada uno le toca lo que le toca y sobrevive con el poco oxígeno limpio que pescan las narices. Pero, William, si tal vez pensaras en ese mes siete de tu navegación amniótica, que mientras estabas acoplado a un cuerpo (que años más tarde colisionó con los planetas que hoy guían tu órbita) afuera, en el lejano Sur, seres de mi país y el tuyo entraban a jugar el peor de los partidos. No vale la pena tropezar dos veces con las mismas piedras, de las mismas Islas.
Si tal vez, te sacaras tus cascos telescópicos con mirillas de PlayStation y te vinieras acá, a Villa Crespo, un barrio tanguero en el corazón de Buenos Aires, y te arriesgaras a tomar conmigo unos mates amargos, pueda contarte cómo me dolió la Guerra de Malvinas y como hice para construir, a partir de ese dolor, una novela de un chico de trece años que, a diferencia de mi caso, se queda con las ganas de su Segunda Guerra de Malvinas y se monta a un estado de delirio tan delirante como la guerra misma.