lunes, 6 de junio de 2011

Bitácora editorial XVI - Marcación santa

Me miro la mano derecha y todavía no me entra en la cabeza cuando y como lo hicieron. Seguro fue en la última misa. Ni bien me señaló el dedo acusatorio del Pastor quedé en estado de shock; por eso no me dí cuenta. Es que no me esperaba ser el centro de la ceremonia y menos, enterarme por boca del ex Mozo devenido en pastor, el haber provocado una crisis financiera en el bar con ese puto cheque que me dio Puerta del Libro.

La incriminación del Pastor me enloqueció y, ni bien se terminó la ceremonia, salí disparado. Los gorilas de la puerta del templo no opusieron resistencia a mi salida. Tampoco me saludaron. Es más, gruñeron.

Emprendí el regreso a casa en el sentido inverso al que había ido para encarar una travesía de trescientos pasos y evitar los ventanales del bar con el cheque sin fondos metido en la carpeta de deudores morosos.

Estaba a media cuadra de la puerta del templo cuando percibí que una procesión de pibitos con gorritas venía tras mis pasos. Una descarga helada serpenteó desde mi nuca hasta la médula. Suelo caminar rápido, pero ni bien doblé a la derecha (en la esquina de Frías para tomar por Vera), empecé a caminar más fuerte todavía, casi corría; me imaginaba a los devotos de la Misa de los Empleados del Millón encima mío y cagándome a trompadas. A mi respiración agitada se sumaba un murmullo que crecía a mis espaldas “Del Millón, Del Millón” y, en medio de la penumbra, me choqué un perro Rottwellier que estaba con una pata trasera levantada y descargando meo al macetero instalado en la vereda de la Santería. El perrazo me mostró los dientes, cortó la meada, bajó la pata y se me vino encima. A la dueña (al lado del perro la mujer parecía un pequinés) se le escurría la cadena entre las manos. Me fui contra la pared de la Santería para esquivar el primer embate del animal, piqué con la punta del pie derecho en el escalón pulcro del comercio, dibujé una elipse en el aire para sortear un zarpazo de la bestia y empecé a correr. Los ladridos enmudecieron cuando llegué a la esquina de Angel Gallardo. Aminorando la velocidad, pero sin detenerme, giré la cabeza: la cuadra de la calle Vera solo era habitada por las sombras de la noche.

Pasé de trote a caminata y comencé a recuperar la respiración normal, aunque no la calma. Supuse que mis perseguidores (con perro incluido) al ver que llegaba a la Avenida Angel Gallardo prefirieron no exponerse y cambiaron el sentido de la persecución para sorprenderme en la puerta de mi departamento. Ya no volví a correr, no podía despertar sospechas y hasta saludé al Ferretero mientras este cerraba las cortinas de su negocio. El tipo ignoró mi gesto.

En el palier del edificio, por suerte, no estaban ni el portero, ni los pibitos, ni el perro Rottwellier. Por culpa de mi pulso torpe tuve que hacer tres intentos hasta embocar la llave en el tambor. Di dos giros y me metí en el edificio. Surqué el palier con la mirada clavada en el piso para evitar la mirada fisgona de las cámaras de seguridad (imaginaba la placa roja con letras blancas de Crónica TV “Imágenes inéditas del estafador del bar de Villa Crespo”). El ascensor estaba en Planta Baja, me metí adentro, marqué mi piso y a segundos de iniciar el ascenso, por la mirilla de la puerta del ascensor, llegué a identificar en la vereda a la Moza de la mañana (mi compañera de fila en la misa) mirando hacia adentro del edificio.

Entré a casa con el corazón en la boca. Me estaba sacando los zapatos cuando sonó el timbre. Mi portero eléctrico no anda. Tampoco tenemos el servicio de camarita de seguridad que te dá el cable porque fuimos los únicos en no contratar la tevé por cable en descontento con la empresa y el consorcio porque consideramos que el que se le instale y brinde sin cargo el servicio de televisión por cable al portero si y solo sí el resto del edificio se adhiere en exclusiva a esa empresa es una coima. A los vecinos nuestro planteo les pareció un pelotudez. El timbre volvió a sonar y mi esposa, que se estaba bañando, gritó “Bajá a atender”. Me hice el boludo y me quité la campera. Al tercer timbrazo, desde los vapores de su ducha brotó un “¿Vas a ir?” que le salió como preludio de declaración de guerra. Le dije que si, que ya bajaba porque no quería meter un foco belicoso en mi propia tierra, ya bastante tenía con lo del cheque sin fondos. Lo mejor era evitar conflictos, a nosotros no nos gusta pelear por cositas, solo guardamos nuestros juegos de dialéctica hegeliana para cosas de mayor importancia y con largos períodos de paz entre cada batalla. Y si bien traer a la casa una deuda morosa ameritaba la instancia de conflicto dialectal (de esos que van desde la cena hasta el desayuno del día siguiente), preferí despejar chisporroteaos con gestos de docilidad y con voz dulzona le dije un ya voy mi amor y me calcé las zapatillas como chancletas. Me monté al ascensor con los dientes apretados. Iba preparado para encarar a mis persecutores, estaba jugado.

Al abrir la puerta de chapa del ascensor solo vi al policía de la cuadra pegado al portero eléctrico. Pensé que venía a meterme preso tras recibir la denuncia de defraudación al bar. En ese momento pensé que lo mejor era haberme enfrentados a las trompadas de los pibitos y los colmillos del Rottwellier. No podía ir en cana, sudaba frío y en medio de una reedición Raskolvnikiana (emprender la fuga para evitar el castigo de mi crimen) el Porteo apareció en el hall, prendió todas la luces y me largó “¡Juan estás ahí! Atendelo al policía que te está buscando” y encaró hacia la puerta para abrirla y hacer entrar al cana.

Yo arrastraba las pisadas al avanzar, iban en cámara lenta, como si realmente las cadenas anudaran mis talones y en la espalda pesaran toneladas de culpa.

El policía sostenía la puerta de calle abierta por el portero con el muslo derecho. El portero me palmeó la espalda y se retiró de la escena. El cana no abría la boca y me llevé la mano a la sien derecha para saludarlo. “Otra vez haciendo la venia, puede dejar de hacerse el gracioso. Salude como un hombre” y me estiró la mano. Bajé el brazo derecho y pegué mi palma a la de él. Me envolvió la mano con sus dedos tamaño chorizo y, así agarrada, se la llevó a su cara. “Impecable, le quedó impecable”. Le iba a preguntar qué era lo impecable cuando soltó el agarre de mi mano y pude ver sobre la porción de piel que va desde la base del dedo gordo hasta la del índice un tatuaje azul de una estrella que en cada punta tiene una estrella y en el centro una quinta estrella”. Pasé sobre el dibujo la yema del dedo gordo izquierdo, pero no lo pude borrar. Cuando busqué al policía, este ya se había ido.

Al reingresar a casa, mi mujer me salió al cruce “¿Quien era el pesado que se quedó pegado al timbre?” y le dije que eran los de la iglesia. “¿Qué iglesia?” me preguntó ella desde el cuarto y, envolviendo la mano derecha con los dedos de la izquierda le respondí que eran Testigos de Jehová y que al bajar ya se estaban yendo, que no había tenido la oportunidad de decirle que no vuelvan a tocar en otro momento. “Siempre tocan el timbre en los momentos más inoportunos”, dijo ella y yo le dije que sí y me colé en el baño para pegar dos curitas sobre el tatuaje.


Y llevo varios días con esa marca en mi piel. Probé con todo y no se borra. El jueves no fui a la misa de los Empleados del Millón y si salí una vez a la calle es mucho. No pude juntar fuerzas para poner la cara en el bar. Lo raro es que del bar no me hayan tocado el timbre. Estarán esperando unos días para mandarme una carta documento. Y, seguro, deben tener testigos, toda una coartada para meterme en cana.

Mientras tanto la querida Puerta del libro no da señales. No me contestó las emails que le envié para aclarar el asunto de este cheque. Lo único que hizo es poner en su muro del Facebook “Un concurso se cierra y una puerta se abre”. Esta escuálida no estará hablando de la puerta de la cárcel. Si es así, además de cagadora, de hacerme escribir al pedo decenas de hojas de un libro de autoayuda que desestimó y después la novela de un concurso que había ganado por anticipado cuyo premio se pagó con cheques sin fondos, arriba de todo, la mina es sínica. Le gusta reírse de mi desgracia. Que no me haga calentar esa escuálida porque si exploto, otra que el volcán que llenó de cenizas a Bariloche, si exploto no te salva ni el monstruo Nahuelito.