domingo, 29 de mayo de 2011

Bitácora editorial XV - Gruesas cadenas

Gruesas cadenas

Puerta del libro me dijo que iban a publicar en la revista Ñ la convocatoria al concurso “Del campo a la Ciudad”, pero leí la revista de punta a punta (hay una nota a Laiseca impresionante) y no encontré ni una mísera línea que mencione el tema. Tal vez, no llegó a entregar la gacetilla. Ya sé qué pasó: la editora escuálida entregó la gacetilla después del cierre de edición de la revista a propósito para que no la publiquen y, de esa manera, me ahorró competidores. Igualmente, me da a dudar, ¿y si esto es un blef? Ya me pasó con una editorial madrileña que convocó a un concurso de novelas de ciencia ficción. Con entusiasmo escribí y envié mi novela “Torre Arco” y, al final, declararon desierto el premio porque no apareció el dinero del auspiciante. Pero esto que me trajo la editora escuálida es distinto, hay políticos metidos, tiene que ver con las elecciones y, para no dejar dudas, ya recibí la mitad del premio (la otra se la llevó la editora). Tengo el cheque, bué, mejor dicho, el cheque está en el bar porque el mozo de la noche me lo incautó para tenerlo “a cuenta de los consumos futuros”. Y, como el que más gasta a mi cuenta es el policía de la cuadra, se me ocurrió quemar el saldo a mi favor lo antes posible: el lunes pasado invité a mi esposa a cenar en el bar. Nos dimos una panzada de revuelto gramajo, milanesa a la napolitana, tomamos dos botellas de vino Valderrobles borgoña (en este país la denominación “borgoña” es para el tinto que no es, o sea, la mescolanza de los tintos que sobran; pobres franceses les hicimos mierda la denominación de origen) y dedicamos múltiples brindis de tinto por la cobranza de mi primera novela próxima a editar. El mozo retrató la velada con nuestra camarita digital y pidió a la concurrencia (el ferretero con su esposa e hijo) un cerrado aplauso por mi triunfo en el concurso (reconozco que con la lengua aflojada por el paso del vino tinto hablé de más, pero total ya gané, eso me aseguró la escuálida y está garantizado por el cheque que reposa en la caja del bar). Fue una noche mágica, ¡hasta postre pedimos! Yo comí flan con dulce de leche y mi mujer helado almendrado con un baño de chocolate grumoso más parecido a Nesquick pasado de hervor. Al final de la velada, el mozo de la noche tuvo la deferencia de invitarnos con una copa de champagne que sirvió en vaso de tubo alto (los que se usan para el Gancia con limón) y sabía a hepatalgina con soda. Como a caballo regalado no se le miran los dientes, chocamos nuestros vasos, nos miramos a los ojos y mandamos a la panza el champagne mientras, de melodía de fondo, sonaba el desplome oxidado de las cortinas del local. El mozo de la noche nos acompañó hasta la puerta (para salir del bar, tuvimos que pasar a través de una puertita recortada sobre la cortina metálica) y volvimos a casa riendo por cualquier tontería.

Desde el festejo de nuestro primer aniversario de casados que no vivíamos una velada así.

Es de locos, uno putea por la guita, pero es impresionante lo que uno cambia cuando le entra plata. Es como si la guita llenara de más sangre el cuerpo, hinchara los músculos, rearmara la estructura esquelética y recalcificara los huesos ¡Si hasta me veo más alto!

Esa fue la única salida que hice para dedicarme full time a la escritura de la novela que enviaré al concurso. Pero, el motivo real de no asomar la nariz ni siquiera al balcón es porque estoy un tanto paranoico con la historia de este concurso literario que gané antes de escribir. Que la movida venga por intereses político me chupa un huevo. Y, a estas alturas, que sea un libro sin alma y a pedido no me afecta. Pero, debo reconocer que escribo con las cortinas cerradas porque tengo miedo que alguien descubra esta chantada de la que soy cómplice y beneficiario.

Por lo menos, lo de tener las cortinas cerradas tiene un beneficio no buscado: desde hace días que no veo el balcón y el libro de Coelho con el veneno montado sobre la tapa, sus monedas y la orla de caquitas de rata.

Así estoy, metido en el departamento y metiéndole pata a la novela que me está quedando casi juvenil, más bien infantiloide. El personaje del libro (que debe retratar la historia de un joven que deja el campo para triunfar en la ciudad) es una especia de Paturuzú urbanamente mutado en Isidorito. Narro la novela en primera persona y para sacar un mejor registro evoqué mi lado más pajuerano. Si el narrador es torpe e inocente, el lector le perdonarán todos los cagadones que se mande y valorará mucho más (hasta la emoción) el tramo final de la historia (con tintes épicos) en el que se transforma en un ejecutivo exitoso. La imagen final es un homenaje (como dicen todos los autores que roban descaradamente lo que otros hacen) a la toma final de la película Metrópolis. En la peli de Fritz Lang se llega al final con las partes que se han enfrentado durante todo el film sellando la paz y una frase corona ese momento: “mediador entre el cerebro y la mano ha de ser el corazón”. En mi libro, el final es parecido. Busco el mensaje de unión de campo y ciudad en el marco de un evento popular y masivo: yo, o sea, el nuevo Isidorito, llego abrazado del cogote de una vaca, y ocupo el primer lugar de una extensa peregrinación de campesinos que desfilan por la Avenida 9 de Julio para encontrarse (al pie del Obelisco) con tribus urbanas. Bajo la sombra del Obelisco se produce la mágica fusión: góticos y gauchitos comparten las ubres de vaquitas lecheras, y skaters se deslizan sobre máquinas de siembra directa, y cumbieros tocan bombos de cueroy chacareros acompañas con maraquitas improvisadas con los envases de Actimel. La fiesta pasa a segundo plano e irrumpo para decir: “La unión del campo y la ciudad ha de ser el futuro. Fin”.

Esa será la frase final que soltará el narrador y la releo y me siento un filósofo de esos que largan algo para la posteridad y trasciende al autor. Pienso en el futuro e imagino niñitos diciendo que el futuro es la unión del campo y la ciudad y así se dirán sucesivamente futuro tras futuro ya sin acordarse de mi aporte desinteresado al pensamiento y la literatura. Así son las cosas, te hacés famoso y la obra ya no te pertenece, es del pueblo y vuela al infinito. Eso sí, a los derechos de la obra no se lo cedo ni al Cotolengo, el acuerdo con Puerta del libro y los políticos se cobra, centavo por centavo.

Ahora que tengo casi terminada la novela del concurso “del Campo a la Ciudad” organizado por la ciudad de Ameghino, será mejor que salga. No tengo que levantar sospechas. El policía debe saber que hay saldo para gastar en el bar y el mozo de la noche le debe haber chusmeado lo del premio. A ver si, todavía, por no verme la cara le dan ganas de trabajar de policía, emprende una investigación y descubre la gran mentira de este concurso. Y, además, salta que tengo antecedentes porque encuentra el libro de Coelho que me traje junto a las cinco monedas cuando robé la bolsa del ex mozo del bar devenido en pastor. Y ahí si que cago la fruta para siempre.

Tengo que buscar una pantalla y, siendo jueves, lo mejor que puedo hacer es volver a la Misa de los Empleados de Millón que empieza en quince minutos, poner cara de boludo y acá no pasó nada. Plata, no me van a pedir. En el cuaderno del bar están anotados mis diezmos y el cheque que duerme en la caja del bar sirvió (y servirá) para pagar diezmos por varios meses y ya que está pago, lo aprovecho.

Ya estoy dentro del templo. Desde mi departamento al templo (unos setenta pasos) anduve pancho, sin dejar traslucir las inquietudes que me atormentan y al pasar delante del bar saludé sin interesarme en si alguien me respondía. Al pasar por el supermercado Chino le acaricié la cabecita a la nieta de la China María que estaba chupando un tomate en la puerta. Llegué a la puerta del templo, los dos gorilas de seguridad se hicieron a un lado sin abrir la boca, es más me pareció que tensaban los músculos de la cara al presionar molares superiores con inferiores y que las miradas eran filosas. Dentro del templo, caminé por el sendero de baja lumbre, entre velitas encendidas, olfateando a limón de desodorante mixturado con grasa y gasoil del viajo taller.

El templo está lleno de le los feligreses Del Millón: los pibitos del parque que no se sacan la gorra ni dentro del templo. Y, mi lugar, sigue siendo el de la primera fila al lado del lugar que ocupa la moza de la mañana.

El juego de luces es el mismo de la vez anterior: oscuridad seguida de encendido de lamparita de bajo consumo (con palpadas de mis bolsillos incluidas). El ritual también es una réplica: el ex mozo de la mañana aparece en su función de Pastor con esa marcha de pie contra pie hasta llegar al atril. Enciende los sahumerios y dice “Bienvenidos a la Misa del Millón” y los pibitos repiten “Del Millón” y llego a decir “Millón”. Y el pastor dice “Un hermano ha robado a otro hermano Del Millón” y los feligreses responden “Del Millón” y me vuelvo a plegar al coro (en un libro de pensamiento político del Siglo XIX escrito por el Conde de Condorcet sugiere hacerse el pelotudo en los rituales religiosos que no se comparten para no llamar la atención de los fanáticos). El pastor desclava los sahumerios y me dirige las abrasadas puntas: “¿Hermano Juan puede explicarnos por qué metió un cheque sin fondos en el bar?” y los feligreses dicen “Del Millón” y ahora no puedo sumar mi “Del Millón” al coro porque se me hace un nudo adentro del cuerpo tan largo como la distancia que va desde los huevos a la garganta. El pastor dice “El que calla otorga y el que no paga pena por un Millón” y todos responden “Del Millón”. No sé que decir, miro por el rabillo la puerta de salida y los gorilas de la puerta, detrás de la cortina morada, me apuntan a través de sus pestañas-miras. Estoy en la lona. “Juan, parate con la cabeza gacha y levantá el brazo izquierdo” me dice la moza del bar, sentada a mi derecha. Y hago eso, no me queda otra. Y el pastor dice “La culpa trae el pago Del Millón” y los pibes de gorrita en coro dicen “Del Millón” y me vuelvo a sentar. El mozo devenido en pastor se retira a pasito de pan-queso-pan-queso con un sahumerio en cada mano. Se apaga la luz. Me meten la mano hasta en los sobacos, pero hoy si los cago, no traje ni una moneda. Vuelve la luz tenue. Y me retiro primero, cubierto por el silencio y las miradas de los feligreses del templo brotan debajo de las viseras, me enfocan. El silencio me tapa, me ahoga y cada paso me cuesta horrores como si los zapatos fuesen de acero o como si, desde mis tobillos, pendieran gruesas cadenas con bolas de acero.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Bitácora editorial XIV - Del campo a la ciudad

Estoy manipulando un cebo piramidal amarillo. Tengo puesto un guante de látex naranja que pienso tirar ni bien termine la operación de desratizado. Voy a abrir la ventana, pero me detengo. Los las yemas enguantadas presentan partículas amarillas sobre el látex naranja, no puedo tocar la ventana y pegarle el polvo ponzoñoso. Tendré que actuar sin las manos. Recuerdo que en la película Mi pie izquierdo Daniel Day Lewis hizo cosas increíbles con los dedos de los pies y trato de emularlo. Tirado en el piso, con el cebo arrebujado en mi mano enguantada, estiro el pie derecho, lo elevo. Esta lanza (mi miembro inferior) lleva como punta el dedo gordo. Tres intentos fallidos y, por fin, el cayo de la punta de mi dedo gordo levanta la traba de la ventana. Me pongo de pie, apoyo el hombro izquierdo sobre el vidrio del ventanal y, presionando con el dorso de mi cuerpo, corro de a milímetros la placa corrediza. Cuando la hendija creada da espacio suficiente para el paso del cebo, lo tiro y vuelvo a pegar el hombro izquierdo al vidrio y cierro el ventanal. Regreso al piso y bajo la traba con el dedo gordo del pie derecho y, echado en el llano, me enorgullezco de las habilidades motrices que acabo de descubrir.

Antes de irme al lavadero para quitarme los guantes y enjabonarme toda piel visible a más no poder, me incorporo y me quedo observando el triangulito mata ratas: tras el lanzamiento al espacio del balcón, la pirámide amarilla aterrizó sobre el libro de Coelho y arriba de la quinta moneda, como si lo hubiese atraído una fuerza extraña. Mejor me voy a enjabonar.

Ya sin los guantes y perfumando a jabón blanco, vuelvo a estar sentado y de frente a la computadora. A la izquierda de la pantalla está el ventanal que tiene, al otro lado del cristal, mi balcón con el cebo amarillo motado al libro El Alquimista y rodeado por una corona de eses de rata y cuatro monedas alistadas en forma de cruz (la quinta sigue debajo de la base del cebo piramidal).

Pasa una hora y no puedo retomar la escritura porque, a cada rato, miro para saber si el roedor endemoniado es atraído sexualmente por el cebo roe de la trampa y empieza a secarse por dentro (tal y como promociona el blister que lo contenía). Esto no debería fallar. El ferretero me dijo que esté preparado para muchas visitas porque la atracción sexual de la pirámide va por el aire y se me pueden venir los ratones calenturientos del Parque. Espero que no se cumpla su premonición, no soportaría una presencia masiva de ratas (ese ferretero ya no debería agregarme más temas, tiene bastante conmigo con las compras que le hice para el policía como para seguirme jodiendo).

No puedo sacar los ojos del balcón. Es increíble, me crié en el interior donde las lauchas (y esporádicamente ratones) irrumpían en nuestra casa. La colonia de ratas estaba en los vecinos: la casa abandonada de la CGT. Una vez, desde el techo de casa, vi como los ratones se habían comido un poster de Evita y otro de Perón. Desde que cerraron la casa de la CGT, nadie quería meter la trompa ahí adentro y ni siquiera ir a la Municipalidad de Mercedes para mencionar al intendente de Facto que la CGT tenía ratas. Decir CGT estaba prohibido y, el precio de cerrar la boca, (para nuestra familia) fue convivir con las ratas vecinas. Por eso, con toda esa experiencia y como tipo del interior tendría que controlar mi fobia.

Entra un mensaje a la mailera. Lo abro. Es de Puerta del Libro: “te espero a las 19 horas en el bar, tengo noticias muy importantes sobre el pago de los derechos de tu libro”.

Es la primera vez que el mail de la escuálida me pone contento. En el momento en que las finanzas de mi hogar flaquean (por tanto “gasto extra” generado por el policía de la cuadra) me habla de pagos. La segunda buena noticia, es que me cita a la misma hora que la Misa de los Empleados del Millón y me hace zafar de ir. Es más, le voy a dejar dicho a la moza que no fui a causa de una reunión que tendrá por testigo al universo del bar. Tal vez, pueda apuntar, de ahora en más, reuniones de trabajo todos los jueves a las siete de la tarde en el bar y así, faltazo tras faltazo, los del templo se olviden de mí.

Me apuro a escribir. Entro en un torbellino que no discrimina horas de minutos. Va saliendo el libro para la editorial tal y como lo quieren; ya casi no me da asco escribirlo sin pasión, lo único que quiero es mi paga.

Estoy en el bar. Son las siete y cinco y Puerta del libro no aparece. Voy por la mitad de mi taza de té de tilo y Crónica TV pasa un especial del malogrado actor Rolo Puente en el que aparece con la camiseta de Ferro y en la Peluquería de Don Mateo. Miro al patio, la bici Monark del ex Mozo devenido en Pastor está ahí. Me pregunto por qué no la sacó y por qué razón la moza de la mañana (que lo reemplazó a él en el bar y también asiste al templo) ni siquiera se la llevó. Mejor dejo de pensar en el templo.

“Hace mucho que me esperás, disculpame, me demoré por los cheques”, Puerta del libro habla de manera atropellada, como si estuviese pasada de café. Para sorprenderla saco de debajo de la mesa las cuarenta carillas que le escribí para la maldita novela de autoayuda con mi vida. “Eso guardalo, ya no nos sirve”, me dice y se me atraganta una gota de saliva. “No te pongas mal, lo que sigue es mejor” y abre una carpeta azul de tapas acolchadas. El mozo del turno tarde-noche le trae una café cortado. Ella hace a un lado la carpeta. Platito y pocillo efectúan un descenso vertical con la cadencia de un plato volador. El mozo le da un sobre con edulcorante y se retira sin sacarme los ojos de encima. Ella vuelve a hablarme y miro la carpeta abierta: “Juan, no te desesperes, todo cambió y es para mejor. La hago corta, no tenemos tiempo: vas a ganar un concurso literario con una novela que vas a escribir.” Le digo que la novela ya la estoy escribiendo y ella levanta el brazo derecho, lo pasa sobre el pocillo de café y deposita la mano (con el sobrecito de edulcorante anudado de los dedos) a una uña de mi boca. “Vos no hables, escuchá que esto es bueno. Está todo arreglado, el concurso se anuncia hoy jueves, el sábado sale en la Ñ, y la convocatoria cierra la semana que viene, para que casi nadie mande nada. Es de la ciudad de Ameghino provincia de Buenos Aires y se llama Del campo a la ciudad. Hay que escribir una novela en primera persona que cuente la experiencia de dejar la vida rural para emigrar a la Capital. Vos das perfecto.” Tiro la cabeza para atrás para ahondar la distancia entre su mano y mis labios y le suelto que si bien soy del interior, soy urbano, que ni sé andar a caballo y que las calles de tierra no me gustan y menos los gauchos y mucho menos los desfiles de las asociaciones gauchescas, la equitación y el polo. “Ya está”, me dice sin disimular su fastidio, mientras baja la mano a la altura del pocillo, sacude el sobre del edulcorante y con la mano izquierda arranca un vértice del papel y vuelca el polvo blanco sobre el café. “Te sacaste la bronquita ¿no? Digo, no podemos pasar por esto dos veces. Te recuerdo que sos un escritor profesional y tenemos un acuerdo y lo vas a cumplir. Estamos en algo pesado. Ameghino es un pueblo de la sección electoral del Ministro de Agricultura. El Ministro tiene vuelo político, apunta muy alto y, para llegar a donde quiere, debe achicar la brecha de enojo por lo del conflicto con el campo. La onda de la cultura es el parche elegido y vos serás el gran emparchador”. La editora se traga el café de un sorbo, recoloca la tacita. No llego a procesar nada de lo que me dije. Ella mete la mano en una solapa interior de la carpeta azul. “Acá tenemos los cheques, no sabés lo que me costó que lo hagan al portador. El que tiene fecha de hoy es para mí. El de fecha veinte de Junio es el tuyo. No me quiero clavar más con los cheques voladores, prefiero cobrar todo rápido, total vos no tenés apuro y sabés que un cheque es como tener la guita”. Manoteo el cheque, veo que está firmado con lapicera negra en el dibujo de un doble rulo con cinco puntos al final. Me acuerdo que los masones firmaban con tres puntos y mientras estoy metido en esa evocación la editora se pone de pie, me toca la espalda y en camino de la puerta me dice “Tenés cinco días, lo vas a hacer. Nada es imposible”. Y le contesto mentalmente que pienso completamente al revés que ella, que en la vida aprendí que todo es imposible, que si para ella nada es imposible entonces que me traiga de la muerte a mi viejo, que descontamine el río Luján, que me publiquen una de mis novelas sin tener que sobarle las bolas a nadie… pero es al pedo, se lo tendría que decir a ella, a grito pelada, si solo pienso y pienso lo que no digo me como la bronca me la morfo y eso me terminará destrozando.

Estiro el cheque con los dedos gordo e índice de cada mano. El emisor del cheque es una consultora. Se llama “DM Consultores”, tiene CUIT y toda la pelota. “A ver ese cheque”, dice el mozo del turno tarde-noche y me lo saca de las manos. Lo ausculta con pericia “una cagada que sea para Junio, pero yo se lo emboco a un proveedor”. Le pido que me devuelva el cheque. “Querido cliente, este valor es para reducir su cuenta en el bar y para garantizar que podrá afrontar los gastos de las próximas semanas (suyos y del policía) y el diezmo del templo. Le pregunto qué tiene que ver el Templo y me responde “Todo tiene que ver con el Templo”.

En directo asisto al despegue de un cheque volador que aterriza en la billetera del mozo.

El mozo se va a atender una mesa contigua, me llamo a silencio, no puedo hacerme fama de mal cliente, no me van a dejar entrar más.

Me tiro para atrás en la silla. Sobre la mesa del bar quedan la taza de te de tilo a medio tomar, el pocillo de Puerta del libro con la borra que no voy a leer, las cuarenta carillas del libro que ahora no quieren y el registro espectral de un cheque.

Levanto la cabeza, Crónica TV presenta imágenes del terremoto en España. La imagen muestra a un tipo debajo de muchos ladrillos con los brazos abiertos en cruz. Una chica gordita, a su lado, llora, se agarra la cabeza. La cámara ajusta el primer plano del crucificado por los ladrillos y, definitivamente estoy loco, ese que está ahí reventado soy yo.

lunes, 9 de mayo de 2011

Filo inverso en revista miNatura 111


La revista miNatura acaba de sacar su número dedicado a espadas y brujería.
Colaboradores de todo el mundo participan del dossier con increíbles microrrelatos.
Te invito a que entres a la revista:
http://www.servercronos.net/bloglgc/media/blogs/minatura/pdf/RevistaDigitalmiNatura111.pdf
Mi colaboración es "Filo inverso".

El filo de la espada da un golpe seco, hora de despertar. Sobre la alfombra de hojas una cabeza se aleja en giros de nuca-nariz.

La hoja vuelve por el rastro que dejó su vuelo. Trocitos y trazos rojos se comen el brillo del metal.

La empuñadura, de pulso glacial, se acomoda cerca del torso. Enfrente, quedan dos piernas que no se estremecen, un cuerpo inmutable y un cuello ralo, espontáneamente coagulado.

Dentro del monte hay movimientos. Detrás de cada tronco, emergen cientos de hombres y mujeres sin cabeza.

El que todavía huele a sangre, baja una rodilla al piso y reclina la otra.

La espada que lo decapitó, refriega la hoja sobre sus ropas y vuelve a espejar el brillo de las estrellas.

El de pulso glacial, aferrado a la empuñadura, se calza la espada en el cinturón.

El decapitado se pone de pie, reclina el torso, se lleva la mano derecha al pecho y con ese gesto le agradece al Caballero de la espada que le haya dado vida.

Los habitantes del bosque celebran el nuevo nacimiento, golpean su cogote muñón contra la corteza de los troncos y los ruidos secos ensordecen. El recién nacido se pone de pie, da media vuelta y va donde los ruidos llaman.

El Caballero lo ve alejarse y solo se irá cuando cada uno desaparezca detrás de un tronco. Con orgullo contempla como la nueva civilización progresa, pero no tiene mucho tiempo, la Ciudadela está llena de hombres y mujeres a quienes debe aplicarles el filo inverso para darles vida.

Bitácora editorial XIII

Sermón de gracias

Son las siete de la tarde del jueves y estoy en la puerta el supermercado chino. Todavía no me animo a dar los cinco pasos que me depositarán en el portal del templo al que me mandó el policía. Las ruedas de los carritos del súper chillan destartale y tengo que moverme para que no rasuren la punta de mis zapatos (con dedo incluido). El templo está pegado al supermercado. Hasta hace pocos días ahí había un taller de autos. Uno de esos que trabajan hasta los sábados por la tarde y cada noche arman un asadito en la calle. Lo regenteaba un gordo que siempre estaba sentado, tomaba mate y le gritaba a los empleados que tenían la pinta de recién salidos de una escuela técnica y no les duraban ni dos meses. El taller siempre tenía el mismo auto con el capot abierto, apoyado en la rampa de la vereda. Siempre creí que era un desarmadero de autos robados. La avenida Warnes desborda de locales de repuestos y es un gran afluente de compradores que no preguntan si los repuestos son o no robados, siempre y cuando el precio sea de “promoción”. Un día se lo conté a mi esposa y me dijo “Pará con tus historias, al final todo el mundo es lo que vos te imaginás”. Por eso esta mañana, al salir, no le dije que iba a un templo que funciona donde estaba el desarmadero de autos. Para que no pregunte le dije estar trabado y que volvía cuando se me pase. “Estoy trabado” en nuestro código de convivencia significa no estoy para hablar y ni me preguntés por qué. Ese mismo artículo de nuestro código de convivencia, como contrapartida, se contempla que no debo hablarle durante el desayuno.

El frente del templo es imponente: dos columnas de casi cuatro metros, pulidas y blancas, sostienen un triángulo amarillo que en el medio tiene el dibujo de cuatro estrellas en posición de cruz con una quinta estrella en el medio, tal y como la moza del bar, el policía de la cuadra y las monedas de mi balcón ya me han mostrado. Esta ilación de signos empuja mis pasos para pasar el portal y averiguar de qué se trata todo esto. Eso sí, entraré siempre y cuando los dos gorilas de casi dos metros, anteojos, traje, corbata y zapatos negros me lo permitan. Ahí voy. Los tipos se juntan y tapan el acceso. Me corre un frío por la espalda. En coro dicen: “Buenas tardes hermano Juan Guinot, lo estamos esperando para empezar el oficio del día”. Digo que yo también, como queriendo congraciarme, pero pareciendo decir que yo también los estaba esperando a ellos. Mejor no pienso en lo dicho y entro. Lo importante es lo que voy a decirles a todos estos si es que llego a descubrir quién carajo se sube a mi balcón para mover las monedas y hacerme creer a mi, justo a mí que creo literatura de ciencia ficción, que esas monedas se mueven por un extraño poder de telekinesis y que, además, el libro El Alquimista de Coelho es de un material indestructible. Los gorilas se hacen a un lado, abren el portal, aparece una cortina de paño morada. Estiro mi mano derecha y, con suma cautela, abro la cortina. Un olor a incienso de limón me genera un ligero ataque de estornudo que me trago y me hacen llorar los ojos. En realidad son velas aromáticas, un montón de velas que marcan el camino que hay que seguir para llegar a los bancos y se alinean hasta el lugar donde debe pararse el pastor. Ya hay gente sentada, se oye un murmullo como si estuviesen rezando. Empiezo a caminar y todos se dan la vuelta y aumenta el volumen del murmullo. Al tercer paso, descubro que lo de las velas aromáticas debe ser para tapar parcialmente el olor a aceite, combustible y ácido de batería impregnado en el lugar. Los bancos están ocupados y solo hay espacio en la primera fila. A medida que me acerco, veo en el frente una tela morada con el dibujo de las estrellas en cruz y delante del paño un pequeño atril. A cada lado del atril hay sahumerios encendidos. La luz que baña débilmente el salón no es de las llamitas de las velas, sale de debajo de esa tela y, es tan débil que, desde la primera fila no veo la puerta y siento como si estuviese entrado a una sala de cine con la película empezada. Observo a los feligreses. Hay un gran número de pibes tal y como el policía me lo había anticipado. Eso sí, el policía no está. “Sentate que ya empieza”, es la voz de la moza del bar del turno mañana. Saca una cartera de la silla para que pose mi culo al lado del suyo. Le digo un “gracias” lánguido que me sale de la tráquea y ella, aferrada a la cartera, vuelve a mirar al frente.
Aparece el pastor. Arrastra los pies al caminar y va despacito, con los brazos cruzados a la altura del pecho, la cabeza gacha, la mirada oblicua y clavada en el piso. Está de traje, corbata y zapatos negros, y camisa blanca. Adelanta un pie y pega el talón a la punta del otro y así repite el pasito para avanzar. Es como cuando contábamos los pasos en el picadito de fútbol para hacer el pan-queso y dirimir quién empezaba a elegir los jugadores para armar los equipos. Siguen los rezos en tono de murmuraciones. No entiendo qué dicen y pienso que mi esposa tiene razón con que me estoy quedando sordo.

El pastor se pone a un costado del atril, las luces se apagan. Quedamos a oscuras unos segundos en los que hasta me da la sensación que me palpan. Estoy por decir que no traje armas y me callo porque se prende un foquito del techo y, entre los parpadeos luminosos, veo que no tengo a nadie encima, debo estar sugestionado. El foco queda fijo y crece en intensidad para bañar con un destello sarroso toda la sala. Es de los de bajo consumo, de esos que los del súper del chino tienen en oferta si comprás seis botellas de Whisky Criadores. Ya imagino quien provocó la donación de focos.

El pastor comienza a levantar la cabeza y suma su palabra a la marea de murmullos y dice “Misa de Empleados del Millón” y todos callan. Lo dijo con los remilgos de un locutor empalagoso de los programas de radio de la madrugada y la concurrencia aplaude a rabiar. Me pliego al éxtasis de las palmas y, cuando el Pastor levanta la cabeza, lo reconozco, es el mozo desparecido, el que dejó la bici con la bolsita con el libro de Coelho y las monedas en el patio del bar, el que vengo viendo por las calles del barrio, el que fue a tocar el timbre y, por ir tras sus pasos, casi me deja el legado de una cagada a palos. No me mira. Para ser preciso, mira como si mirara a cada uno, pero no mira a nadie. Una y otra mano agarran un sahumerio, levanta los brazos y, sobre su cabeza, cruza los sahumerios y la respuesta coral es “Estamos en tu misa que es nuestra mesa, la misa de los Empleados del Millón”. Se hace un silencio, el Pastor vuelve a poner los sahumerios en las ranuras que los traban sobre el atril. Calzar el sahumerio de la derecha le cuesta y, en el forcejeo, se le cae la brasa de la punta. Yo escucho un “La puta” en boca de mozo-pastor, y se me escapa una risa que reprimo porque nadie se pliega. El Pastor, por fin, clava el sahumerio de la derecha, saca un encendedor del bolsillo del pantalón. Al hacer llama veo que la chapa del encendedor tiene el escudo de Boca y dice “Bienvenidos a la mesa, a la misa de los Empleados del Millón” y todos dicen “Empleados del Millón” mientras el mozo-pastor enciende el sahumerio. La punta hace brasa y la brasita del piso se apaga. Ladeado por dos columnas finísimas de humo el Pastor me señala con el dedo índice derecho y dice “El hermano Juan Guinot nos va a hablar en la misa de los Empleados del Millón” y todos contestan “Del Millón”. Demoro en ir, pienso en decirles eso que se me ocurrió hace dos días, lo de la idea de un planeta tierra atiborrado de gente que no muera nunca así reventamos por sobre-población; también pienso largarles que son los devotos de la religión de los chorros y, cuando estoy parado en el atril, con el mozo-pastor a mi diestra y la sala replete de frente, me pasa lo que una vez me pasó cuando me presentaron a Carlos Menem. Estaba en una cena de una fundación de señoras con plata que juntaban a los candidatos a presidentes y al Presidente de Argentina. Fue en el año 1999. Yo fui invitado por un colega del master. En un momento nos vinieron a buscar a la mesa para saludar al Presidente Menem. Yo que no lo podía ver ni en figurita, fui pasando entre las mesas y pensaba que le iba a decir que era un chorro y que un montón de chicos y viejos se murieron de hambre por su gobierno de forajidos; también que él y los gobernadores cómplices por pura coima privatizaron el petróleo, la energía y no sé que cosas más, que eran muchas y de peor tenor. Pero cuando lo tuve delante y me lo presentaron, Menem tomó la iniciativa, se me acercó, me estrechó la mano derecha y dijo “¡Qué futuro tenemos con ustedes!” y a mí me salió replicarle con un “Gracias por todo” y me volví a la mesa tragando toda la mierda que tenía para largarle.

Y ahora me pasa lo mismo, estoy al lado del mozo-pastor y miro a los feligreses y me sale un “Gracias por todo” y ellos dicen “Empleados del Millón” y cierro la boca, el mozo-pastor me palmea el omóplato, vuelvo al banco con la cabeza gacha, me siento y la moza suelta la mano izquierda del abrazo a la cartera, me pone la mano en el hombro y me dice por lo bajo “estuviste re-bien”.

“Esta fue la misa de los Empleados del Millón” dice el mozo-pastor, descalza los sahumerios, los cruza sobre su cabeza, no hace el papelón de clavarlos en el atril nuevamente y se retira del salón dejando tras sus pasos del pan-queso dos estelitas finísimas de humo. Se apaga nuevamente la luz. La mano de la moza sale de mi hombro y miro para atrás porque me tocas los dos cachetes del culo y varias veces. Se prende la luz de la cortina del fondo y nadie se para, esperan a que me ponga de pie.

Salgo con el paso del pan-queso como lo hacía el pastor. La moza me dice que eso que hago es solo cuando se llega a Pastor y que puedo comerme el correctivo del millón por burlarme. Entiendo el mensaje, camino con trancos largos y salgo a la calle. Los gorilas me dicen “buenas tardes hermano Juan” y apuro el paso, no quiero que me identifiquen con esta secta. Cuando llego a la esquina, me dan ganas de un te de tilo. Hago la media cuadra que me queda para llegar al bar y meto la mano en el bolsillo, saco la billetera, la abro para ver cuánto tengo (así me anticipo al que esté en la barra del bar y digo que vengo a dejar algo de plata para la cuenta del policía) y descubro que mi billetera está vacía. Voy a los bolsillos de atrás de jean donde siempre guardo algo de cambio chico y nada. Me paro en seco, se me prenden fuego los lóbulos de las orejas, la base de la nuca, ya voy para ese templo de chorros a explicarles algunas cosas. Y, desde la esquina, viene hacia mí una montonera de feligreses, me pongo en guardia, son muchos, pero no les temo, mejor que se preparen ellos, estoy re caliente y cuatro pibitos con las labios pintados por el cemento de contacto, se adelantan al grupo, se me vienen encima y uno de los cuatro me dice “Hermano, el sermón estuvo re-piola. Dice el Pastor que esta misa se la regala, pero la que viene garpa el diezmo para el Diosito del Millón.” Uno de los cuatro, con gorrita de Nike, se pone a la par del mensajero y me encara: “¿Tiene un billete pá los pibe?”. Le voy a decir que no porque me los choricearon en el puto templo, pero le digo que esperen. Entro al bar con paso tembloroso y le pido al mozo del turno noche que me de dos pesos y que lo anote en mi cuenta. Salgo y se lo doy al pibito de gorrita Niké, no agradecen y se fusiona a la montonera que sin mirarme, y en número no menor a cincuenta personas, salió del templo detrás de mí y sigue camino al Parque. Y yo, ya no me meto en el bar, ni en casa, ni camino, me quedo paralizado, sin hacer ni una cosa ni la otra, mientras las sombras de la noche hacen más brillantes las pocas lámparas no apedreadas del alumbrado público de esta calle de Villa Crespo.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Bitácora editorial XII - Un feligrés anda suelto

Desde hace una semana que estoy recluido en casa y llevo nueve páginas escritas para la editorial de Puerta del libro. Mientras escribo y releo el material me siento un oficinista, un burócrata; soy la versión más parecida a lo que fui en mis tiempos mozos de empleado público. Cada página encierra un esquema de fórmula. En esa fórmula manda la linealidad. En la acción de escribir no soy más que el eslabón de carne y hueso (y alma vendida) dentro de la línea de montaje literaria. Y de burócrata público me veo (también en versión pasada) un burócrata ejecutivo: de estos tipeos sobre el teclado saldrá un producto envueltito y presto para el mercado masivo; lectura sin esfuerzo y fácil digestibilidad. Así es el mercado masivo, objetos del todo fácil, de la comida pre-masticada. Dentro de poco nos van a meter la comida en la boca del estómago (“papillita digerida”) para liberaremos del gran esfuerzo que es morder. Puerta del libro ¡qué asco me da hacer esto! ¡Qué asco me da llegar a mi primer libro editado de esta manera!

Debajo de la pantalla, sobre el escritorio, tengo un plan de escritura. Eso hago habitualmente con mis novelas. El plan rector de este libro es: “Escriba ciento cincuenta páginas, a doble espacio, veinticuatro líneas por carilla”, eso me envió desde su cuenta de gmail el mismo día del encuentro en el bar. En este plan de escritura no hay ideas desopilantes, imágenes, personajes, conflictos, solo páginas a rellenar con una historia que ni yo creo haber vivido.

Para sumarle más tormentos a mi vida, varios pisos más abajo, hay un policía que almuerza y toma whisky a mi cuenta, que gasta en la ferretería también a mi cuenta y para dinamizar a los micro-emprendedores del hurto del Parque. También merodea el Mozo. Sé que no está muerto, ni muy lejos del barrio porque lo ví con mis propios ojos. Es más, a esta hora fue que lo individualicé desde mi balcón. Tengo que encontrarlo, él es el dueño de este libro y las monedas, y de la bicicleta abandonada en el patio del bar. Él tiene algo que ver con Puerta del libro y debe tener alguna punta de donde tirar para aclarar el panorama.

También está El Alquimista junto a las cacas de ratas en multipicación milagrosa y las cinco monedas. Eso sí, una de las monedas se montó al libro. Qué venga alguien y me explique si el viento puede mover y subirla a un libro, y acomodar las otras cuatro forma de una cruz alrededor del libro. Y la moneda en el medio. La figura me suena a algo. Si, al dibujo de uno de los tatuajes de la moza. ¿Otra señal para descifrar?

Me estoy volviendo loco.

¿Cómo va a dibujar una rata una corona de mierditas entorno al libro? ¿Cómo se dibujó esa cruz de monedas? No me da ni para contárselo a mi esposa. Si pudiera salir al balcón, si la ratafobia se me pasara, podría descubrir de donde viene el vivo que se divierte a mi cuesta. Lo mejor es tomar coraje, abrir la ventana y copar el balcón. Me paro con decisión y mis muslos sacuden la mesita móvil del teclado. El teclado vuela por el aire y regresa por el tirón del cable que lo une a la CPU. Pero la tecla del espaciador, sin amarre, va a parar a un rincón donde habitan radios del siglo pasado, o sea, de mi niñez. Mi torpeza otra vez. En otro momento busco la tecla, ahora es el tiempo de recuperar territorio; el corazón me late, la sangre fluye con hervor combativo, esta es mi hora, la hora de héroe y al abrir la ventana me quedo duro como se debe haber quedado el Bin Laden al encontrarse con la trompa de un helicóptero armado hasta los tornillos justo cuando se disponía a ver una de las siguientes mil noches que jamás verá: en la vereda de enfrente está el mozo, aquel que desapareció del bar. Toca timbre en el edificio, debe estar buscando trabajo de encargado de edificios. Me sorprende el look: traje negro, camisa blanca, corbata negra y pelo rasurado a lo milico y me sorprende también un manchón de mi aliento en el vidrio. Separo la nariz de la ventana. El vidrio luce un lamparón de un metro de diámetro. Salgo a la calle para ver al mozo que quiere ser portero.

En Planta Baja me eyecto del ascensor, hago eslalon con los zapatos sobre las baldosas recién lustradas del palier y llego al portal con la llave en la mano derecha, la emboco con la velocidad que traigo a cuestas, giro dos veces el tambor, empujo y salgo a la calle. El despelote urbano otra vez me aturde y fijo la mirada en la vereda de enfrente para no dejarme ganar por los mareos que me provoca el ruido. El mozo no está. Cruzo la calle sin mirar a los costados y me como un bocinazo y un rosario de puteadas de un conductor y, desde la esquina, la mirada inquisidora del policía. Me apuro a tocar timbre en el edificio. Martillo con el dedo índice derecho sobre el botón del portero eléctrico que dice “Encargado”. Por las dudas toco otros pisos.

Emerge desde el fondo de un pasillo lúgubre un hombre de tamaño y paso de mamut, abre la puerta y me dice “No rompas las pelotas, no quiero ir a esa iglesia, los mormones, los testículos de Johavá y los evangelistas me tienen las pelotas por el suelo. Si tu amigo no entendió, a vos te explico con una sola manito, verás el milagro que obro en tu cara negro de mierda”. Le pido que baje el puño, y trato de explicar que se confunde, que vengo por un amigo que recién tocó la puerta, pero un portazo en la nariz. Golpeo el vidrio; el Mamut se pierde en un largo pasillo a paso lento y decidido a no volver por donde vino.

“¿Pasa algo?” pregunta el policía, le digo que nada, “Nada, nada, siempre nada, usted debería ir a las olimpíadas, se la pasa nadando” y me río y el me pone la mano derecha en el pecho, aprieta la solapa de mi campera y la hace un bollito, el jean envuelto en su palma parece papel. Me lleva de un tirón hacia él y ahí le veo la palma de la mano, tiene algo en la piel, aguzo la mirada y veo perfectamente en el porción de piel que hay entre la base del dedo índice y el dedo gordo cuatro puntos, alistados en cruz, con un quinto en el medio, como el tatuaje de la moza y como las monedas del balcón: una cruz. “Debería agradecerle a Dios o a su santo por no haberlo cagado a trompadas, es de lo peor que tenemos en el barrio”. Ahora lo miro a los ojos, no estoy acostumbrado a pelear y no soporto que me hablen así, estoy por ponerme a llorar. Se da cuenta, mis ojos se llenos de lágrimas. “Basta”, me dice, “esto se arregla salvando las culpas, vaya a la iglesia, acá a la vuelta, es nueva, es lo único que me acomoda a los corderitos descarriados del Parque.” Y cuando dice vaya, lo dice en tono de sentencia, si no voy me mata. Le digo que iré, que le agradezco porque estoy necesitando una ayuda espiritual y nada de lo que hay me convence. Me corta y dice que espera verme y además que le pague el diezmo de él, que le avisará al Pastor que iré y dice que el Pastor me conoce muy bien, así que mejor no mande a otro en su nombre. Me acerca más a su cara, huelo el destilado del Whisky nacional berreta, “Hermano, la mirada del Todo Poderoso atraviesa montañas, paredes y ventanas”. Se me secan las lágrimas, me doy cuenta porque los ojos me raspan. Me quiero meter debajo de la tierra. Por qué no me quedé laburando ese libro para Puerta del libro, ahora tengo que sacar libreta de religioso. “Acuérdese, hermano, nos vemos en el templo, el jueves, a las siete de la tarde, es la misa de Empleados por el Millón. El templo está al lado del súper de los chinos de calle Frías.” Le digo que nos vemos y él me dice que va pasar por el bar para brindar por el nuevo feligrés y el bolsillo me tiembla.

Caigo en la cuenta que mi saldo está bajando abruptamente con tanto donativo para el policía y pienso que la única tabla para seguir flotando en este mar de desgracias es el libro para la escuálida con retornito para ella neteado.

Vuelvo a mi departamento. El Portero de mi edificio habla con la abogada del tercero sobre Bin Laden. Se expresa como si se tratara de Lex Luthor vencido por Superman. Al pasar a su lado me dice “Qué pena lo de Ernesto”, queriéndome sacar tema, por fin tiene algo que le dio la tele para hablar con su vecino el escritor. Se me escapan las lágrimas que no salté cuando me apretó el policía y el portero dice “Ya no hay más que decir, le acompaño el sentimiento” y sigo camino, escucho el murmullo a mis espaldas, algo de “es que él y Sábato” y entro al ascensor.

En la trepada pienso en los plomos que se comió Bin Laden y los que lo acompañaban esa noche. También en el festejo de los gringos, como si realmente Superman hubiese acabado con Lex Lyuthor, sin pensar en la generación espontánea de criptonita. Pienso que una y mil muertes nunca me harán feliz. Para mi este planeta debería rebosar de gente, gente que nunca muere hasta que en un momento reventamos por exceso y san sea acabó. Prefiero terminar con los que quise y quiero y no añorarlos en la muerte. Esto voy a decirle al Pastor en la misa del jueves si me pide que diga unas palabras a los hermanos así me echan a la mierda y no voy nunca más.