sábado, 16 de abril de 2011

Bitácora editorial X - Contrato psicológico

Puerta del libro me dejó un saludo de cumpleaños en el facebook: “Feliz cumpleaños tarde, tan tarde como ese libro que tenés que entregar a la editorial”. No le pondré un “Me gusta”. El saludo tardío fue premeditado, de eso estoy seguro. Lo hizo para diferenciarse de los cien mensajes que atiborraron mi muro. Lo hizo no solo para que yo lo vea, sino para que todo el mundo se entere. Ahora, muchos de mis amigos, me preguntan por ese libro que debería escribir a la editorial de esta flaca escuálida. Lo logró, activó la presión a gran escala. Ahora bien, ¿qué compromiso asumí yo? ¿Cuándo firmé algo? Mi único encuentro con la editorial fue una reunión con el Gerente (el amigo de mi amigo) de la que surgió que la temática de mis novelas no le interesaban y me “sugería” que escriba un libro de autoayuda en el que reflejase mi formación profesional en empresariales desde que me concibieron dentro de un comercio hasta que llegué (con 29 años) a ser Ejecutivo de la empresa Arcor y portador de tres títulos universitarios. A mí eso no me parece digno de contar a nadie. Es más, cuando (con 31 años) abandoné Arcor, fue para dedicarme a escribir. Necesitaba separarme de un ambiente donde mi vida pasaba solo por pensar y existir para una empresa. Me acuerdo que (siendo mi papá devoto de Juana de Arco) yo decía que no quería que mis hijos me recordaran como Juan de Arcor. Necesitaba despegarme, recuperar mi independencia. Y esta presión de Puerta del libro, desde un lugar de compromiso que nunca asumí, me recuerda a una situación que pasé cuando dije en Arcor que quería marcharme. Desde que dije “me quiero ir”, padecí siete días fatales. Me llovieron propuestas de ascenso, traslados al exterior. Como yo no planteaba mi retiro en términos de negociación, creyeron en que estaría por pasarme a la competencia y me ofrecieron dinero por mi silencio. Nada de eso me sorprendió, los empleados de Personal, acostumbrados a la extorsión, no entendieron mi planteo de irme con lo puesto y dándoles las gracias por el tiempo compartido. En el fragor final de estos peloteos con los de Recursos Humanos, hubo un hecho que conecto con este compromiso que me reclama Puerta del libro. Una supervisora de Personal (con angurria de progreso corporativo) creyó encontrar tras la frustración de no retenerme, el momento para lucirse y, delante de su superior, tomó una postura agresiva y me reclamó si yo “había roto mi Contrato Psicológico con la empresa”. La nuca se me prendió fuego, me le fui encima y le dije que lo que hacía a mi vida psicológico no le importaba ni a ella ni a la empresa, que yo nunca firmé un contrato de ese tipo y que mejor no se meta con mi psiquis. Me puse de pie y me retiré. En un país serio, se hubiese comido un juicio. Eso fue a las seis de la tarde del séptimo día de asedio para retenerme. La pobre chica, por ese mal paso, sufrió un frenazo a sus ambiciones que solo pudo recuperar (y con notable éxito) con la aplicación de contratos psicológicos que ella firmó con colegas de peso.
Pero, ahí está, es lo mismo, las técnicas se repiten y mis respuestas también. La escuálida de la editorial quiere ir por esa vía y conmigo el chistecito del contrato psicólogico me muta a Increíble Hulk.
Voy a abrir la ventana, es hora que lo haga, necesito refrescar la mente, el recuerdo de la de Personal me hizo rayar. Además, es hora que abra esa ventana del balcón, la rata que viene a cagar alrededor del libro de Coelho no va a entrar. Y si lo hace, no sé, es raro, pero la estoy asumiendo como mascota, a naturalizar su presencia en mi balcón. Le conté a mi vieja sobre esta aparición de la rata y me dijo que las ratas son nuestro sino, que nos persiguen y cuando dice “nuestro” habla de mi familia.
Me acerco a la ventana, corro la cortina, me aferro al picaporte y lo veo, abajo, en la vereda de enfrente, como si fuese una aparición fantasma, al mozo, el que se borró del bar y dejó la bicicleta con la bolsa que me “llevé” y traía dentro el Alquimista y cinco monedas. Suelto el picaporte, salgo del departamento, tengo que hablar con el mozo, aclarar muchas, saber en qué anda con Puerta del libro, zamarrearlo un poco para que suelte la lengua.
En el palier del edificio me cruzo al portero y me dice “Bosterito ¿corrés para escaparle al descenso?” y le contesto que vaya a hablar con Ameal que ese si sabe de fútbol.
En la vereda me envuelve el ruido de la calle, los rugidos de un racimo de cinco colectivos de la línea 92 (son como las chicas que van juntas al baños, estos colectivos nunca pasan solitos, se toman su tiempo para pasar, pero cuando caen, lo hacen en grupo) se me pegotea al tímpano y me mareo. Voy al trote en el sentido en que ví al mozo. Paso transeúntes como un piloto de Fórmula 1 que supera rezagados. Sobre la línea de las cabezas andantes, a media cuadra de mi, logro ver el pelo pinchudo y negro del mozo. Imprimo más velocidad a mis pisadas, paso una señora con su carro de los mandados y me encuentro, casi a velocidad cero, una anciana en andador, logro esquivarla porque mi desaceleración no iba a evitar el choque y me encuentro de frente a un abuelo y le pego un topetazo. El viejo cae de culo al piso. Vuelvo sobre mis pasos para ayudarlo, le pido disculpas y el vejete me ataca con una perdigonada de insultos. Reconozco la voz y cuando me dice “Otra vez usted” me doy cuenta, es el viejo que me llevé puesto en el bar y me costó la manutención nutricia de por vida del policía de la cuadra. El ferretero sale para pedir que le despejemos la puerta del negocio, pero es tarde. Nos rodea un apelotonamiento de fisgones, la vieja del andador me dice que soy un asesino y solo faltan las cámaras de Crónica TV. El que no falta es el policía de la cuadra que se pone en medio de todo el rejunte popular, me agarra fuerte del brazo y me lleva con brusquedad adentro de la ferretería y me transforma en delincuente. El viejito se queda en la puerta dando todos los detalles de mis antecedentes criminales. El policía me dice “Otra vez vos ¿cuándo vas a dejar de molestar al pobre abuelo?” Y le digo que fue sin querer. “Sin querer queriendo”, me corta, “Dale Chavo del Ocho, dejate de molestar que en esta vecindad yo soy la ley y nadie me explica los ilícitos”. Me dice que lo espere, sale del local y conversa con el vejete en la vereda. El ferretero ya está del otro lado del mostrador, me aplica grilletes con su mirada. El policía reingresa, con el tono de quien dicta una sentencia, suelta: “el abuelito retira todos cargos y usted lo indemniza con una lata de cinco litros de barniz, solvente y dos pinceles”. El ferretero empieza a armar el pedido y al meterlo en una bolsa plástica agregue “Todo es de primera marca” y se lo da al policía. El vejete se va con la bolsa, sin cambiar el gesto de fastidio. Le digo al ferretero que no tengo plata. El policía me agarra del hombro y me dice “ya sabemos como se soluciona esto” y le ordena al ferretero que prepare para él una bolsa familiar de clavos miguelito, dos latas grandes de cemento de contacto y un paquete de cien bolsitas plásticas, “todo va a la cuenta del señor” dice y me señala. Mientras el ferretero ordena el pedido y el policía mantiene la presión de los cinco dedos de su mano derecha sobre mi hombro, comienzo a pensar que los clavos miguelito se usan para pinchar neumáticos de autos que luego roban los pibitos que viven en la plaza, esos pibitos que están todo el día aspirando cemento de contacto de bolsitas plásticas. Y prefiero cortar con esta relación que estoy haciendo porque temo que el policía se de cuenta. Y el policía me dice “Vaya a buscar la tarjetita así pagamos todo al amigo y, de paso, vamos a ver a poner al día sus deudas del bar”. Le digo que sí e imposto una sonrisa tembleque.
El portero me ve entrar y me dice si me crucé un hincha de River porque estoy pálido. Ni lo miro y me meto en el ascensor. Cuando llego al departamento encuentro la puerta entornada, seguro me la olvidé abierta, ya no quiero entrar en paranoias, lo que me falta es que alguien esté metido en mi casa. Entro con vigor, más bien con calentura por el momento en el que estoy y voy al escritorio, la billetera está al lado del Mouse y lo toco sin querer, y desaparece el salvapantallas y veo que me entró un mensaje. Clickeo en la bandeja de entradas, es de Puerta del Libro, lo abro: “El martes veintiséis te espero a las nueve y media en el bar. Traé el adelanto del libro, quiero leerlo en Semana Santa. También quiero aclarar los términos del contrato que, de palabra, ya nos firmó. Sabemos que sos una persona honorable y no vas a fallarnos. Saludos”. Estoy hasta las bolas, no tengo un carajo para mostrarle, no sé tampoco si quiero escribirle ese puto libro y de vuelta, como si la historia fuese cíclica, vuelven a ligarme con un contrato psicológico.