martes, 15 de marzo de 2011

Bitácora editorial VI - Pagar las culpas

Suena el teléfono. El identificador muestra un número que no reconozco. Atiendo y pregunta si soy Juan Guinot, digo que sí, me dice que es el Comisario Váquez de la División Robos y Hurtos. Corto y desconecto el teléfono de línea. Después apago el celular. Vuelvo a mi computadora. Antes de encenderla, miro en el espejo de la pantalla apagada la bolsa que me “traje” del bar. Toda la semana la miré de soslayo. Está en el último nivel de la biblioteca. Las manijas rotas y anudadas guardan lo que tenían: el libro “El Alquimista” de Paulo Coelho (con una dedicatoria en lápiz y a medio escribir que decía “Para encontrar el camino”), dos monedas de cincuenta centavos y tres de veinticinco. Nada más y nada menos. Llevo siete días sin mirar la bolsa de frente, busco esquivarla, la evidencia de mi delito me retuerce las tripas. Prendo la máquina y el fulgor de la pantalla se la traga al ritmo de la musiquita de Windows. Miro la portada de dos periódicos digitales, no dan cuenta de un caso de robo de una bolsa dentro de un bar de Villa Crespo. Me separo del teclado y vuelvo a conectar el teléfono de línea. No hay mensaje. Enciendo el celular. Tampoco. Lo del comisario Vázquez debe haber sido una llamada al boleo de chorros que te hacen el cuento para sacarte algún nombre de un familiar que no esté en casa y, después de lograr eso, te dicen que en realidad son secuestradores y tienen ese familiar que soltaste el nombre atrapado en una guarida, te piden rescate con carga de créditos en celular, en el caso más simple o una bolsita de supermercado cargada de billetes. Hay más llamados de estos chorros que el de los otros, los que venden tarjetas de crédito y seguros. Me imagino que ya debe haber en algún lugar call centers que se dedican a este trabajo de los “secuestros express”. Si, debe ser eso. Suena el teléfono de línea; pinchazos fríos en réplica ascienden por mi columna y me trepanan el cerebro. Levanto el tuvo y corto. Ya no quiero escuchar el cuentito del policía. Vuelvo a la computadora, me parapeto detrás del respaldo de mi butaca, no le quito los ojos al teléfono. Un mensaje acaba de entrar en mi correo. A ver si todavía detrás de todo esto está Puerta del libro y me manda un mail con alguna pista, hace una semana que no me escribe. Meto mano al teclado, la bandeja de entrada muestra un mail en el que se promete un video porno de Natalie Portman. La Portman en Star Wars es la cúspide de la belleza, de ella ya no quiero ver nada más. Elimino el mail. Miro feo al iconito de mi antivirus (está al lado del reloj de la pantalla) y le digo que labure de una vez, que para qué mierda le pago, que no deje entrar mails infectados a mi máquina. Suena el teléfono. Subido a la ola de enojos, atiendo y le digo al supuesto comisario que me deje de hinchar la pelotas y que le haga un secuestro express a otro. “Amor, soy yo; ¿estás bien?” dice mi esposa del otro lado de la línea. Atropello mis palabras para al querer decir que pensaba que era una broma. “Desde cuando soy una broma”, me dice. Cambio de tema, de un tirón disparo una perdigonada y le pregunto como va el viaje, si el clima al otro lado del mundo se lleva bien, que si el terremoto de Japón y, literalmente, la mar en coche. Se corta el llamado. Me quedo mirando el aparato. Es de esos inalámbricos de Siemens que hay que usarlos no más de dos minutos porque se les acaba la batería. Con lo poco que me gusta hablar por teléfono, es la excusa perfecta para cortar los llamados.

Apoyo el inalámbrico sobre el futón. Vuelvo a la máquina, tal vez mi esposa está por entrar en el Skype. Se corta la luz. La pantalla se resume en un puntito refulgente que se escurre como una gota de mercurio. Las únicas dos páginas del capítulo veinte de mi nueva novela se fueron con el apagón. Me tiro de los pelos con los diez dedos y largo un encadenamiento de puteadas. Me aprieto los globos oculares con las yemas presionando sobre los párpados para no llorar. Libero los párpados, miro la pantalla. El espejo negro vuelve a mostrarme la bolsa que me robé. Debería bajar y devolvérsela al mozo. Si, ya es hora, hay que poner la cara. Vuelve la luz. Ya no prendo la computadora, los de Edesur deben andar toqueteando algunos cables de esos que pusieron en los noventa y que están a punto hacerse carbón. Suena el teléfono, me largo en vuelo y atiendo con voz dulce. “Qué amor ni ocho cuartos, Señor, soy el Comisario Váquez de Robos y Hurtos de la Policía Federal ¿me va cortar de nuevo o me va a obligar a que vaya a buscarlo y le corte los huevos?”. “Pì-pí” chilla el aparato y la batería del Siemens precipita el fin de la conversación. La puta madre, el cana era de verdad. Debe ser por la bolsa, ya la voy a devolver. Son las once y cinco de la mañana, el mozo debe estar ahí. Ni siquiera tengo bolsas de Carrefour para cambiar la que rompí, la meto en una bolsa blanca de los chinos, bajo, pongo la cara, le pido disculpas y le ofrezco un resarcimiento, no sé, algo de guita.

Ya estoy en la vereda. Con la aceleración a cuestas, abro la puerta del bar y le doy un portazo al respaldo de una silla. Un viejito escupe puteadas y migas, mientras me apunta con una medialuna por la mitad. La parte mordida está re-contra hinchada tras un ensopado en la tasa de café. Entre nosotros se interpone el mozo del turno tarde. El viejito sigue caliente y me tira la medialuna y en mi pecho queda una escarapela de migas y café. El viejo se retira del bar. Quiero pararlo, pedirle disculpas, pero el mozo me agarra del hombro derecho “No se preocupe, no es con usted, siempre arma quilombo para no pagar. ¿Le hago un té de tilo, le hago?” le digo que se lo agradezco, que me lo mande a la mesa del fondo y miro para el pasillo, la bicicleta del otro mozo sigue apoyada ahí y las ruedas desinfladas. “Vio, todavía no vino ese chanta”. El mozo se acerca a mi cara, para hablar en voz baja: “El Gallego cree que le afanó guita de la caja, que por eso no vuelve, por eso. Usted sabe, el ladrón, cuando es un ladrón de cuarta se arrepiente y después no le da la cara para pedir disculpas. Yo siempre digo, si afanás, afaná bien, algo muy grande y parate para siempre. Robar pelotudeces es como hacerse una paja. No podés contar que te sacudiste el ganso, no podés. Si la querés poner, ponela bien hasta el fondo y contáselo a Dios y María Santísima”. Le digo que tiene razón y anudo las manijas de mi bolsita de los chinos con la de Carrefour y mi deshonra adentro. Le digo al mozo que pare el té, que en un rato vuelvo. Salgo a la calle, uno de los policías de la consigna de la cuadra (ese que siempre está en la otra esquina cuando pasan los bicichorros para manotear celulares y los bolsos de las viejitas) me dice “Buen día, ¿todo en orden?”. Sin parar, le digo que sí y agrego “Oficial” para levantarle el ego y me llevo la mano a la frente en saludo de dos colegas de la fuerza. Me pone cara de culo y apuro el paso. “Deténgase”, me dice el policía, “¿Es gracioso?”. Le digo que no, que no sabe la seguridad que me da verlo cada vez que lo cruzo por la cuadra, que ni los bicichorros andan desde que está él. “No se haga el pelotudo”, me corta en seco, “usted sabe de lo que hablo”. Le digo que no sé de lo que habla. “De lo que tiene ahí”. El policía se me acerca, los dedos de mi mano derecha se aflojan y siento que las manijas de plástico se deslizan como agua entre mis falanges. Me pone un dedo en el pecho. “No se jode con los viejitos” y me martilla con el la punta del dedo índice varias veces sobre la escarapela de café y migas hinchadas. “Si se mete con el viejo, yo lo meto adentro para que lo atiendan los muchachos: Con una noche se lo dejan abierto como una flor”. Le digo que no lo haré más y le ofrezco una invitación de almuerzo para él y el viejo, cuando mande, a mi cuenta, en el bar. Con la misma mano que golpeó mi pecho me da un piñón cariñoso en el mentón: “Me alegro que acepte pagar sus culpas; cuando y cuánto voy a comer a su cuenta lo decido yo. Ahora siga camino”. Río con servilismo y atajo las manijas plásticas con el filo de las uñas, y garrapateo con mis dedos para recuperar el agarre. Mientra ingreso a mi edificio, veo que el policía entra al bar. Cagué fuego, ahora si que no vuelvo, que la cuenta la pague magoya.