lunes, 28 de febrero de 2011

Bitácora editorial IV - Las espada, la pluma y la palabra

Lo más cerca que estuve de Puerta del libro fue la semana pasada, en el bar, cuando rocé su sombra. Cada mediodía pasé por la puerta del bar, medio haciéndome el distraído y otro tanto con el tranco apurado y no la ví. Si no tengo la certeza de que ella está adentro, no puedo plantarme en la puerta del bar porque hay una amenaza fantasma: el mozo. Ya le contó al portero de mi edificio sobre el personaje que él ocupa en la supuesta novela que estoy escribiendo. Es un pesado. Y lo peor de todo es que, aparte de no escribir esa novela que él menciona, tampoco puedo avanzar del capítulo veinte de mi nueva novela. Esta propuesta que me hicieron los de la editorial donde trabaja Puerta del libro para publicarme algo que yo debería saber qué es, pero no logro darme cuenta, me tiene en vilo. No puedo dejar pasar estar oportunidad, pero ¿qué carajo quieren que cuente? Tal vez deba escribir dos capítulos con anécdotas exitosas de mis trabajos y llevárselos. Sería un librito de auto ayuda y anécdotas reveladoras. Y si lo aceptan, me despacho con el resto a mi gusto. Tengo experiencia en tragar un sapo para, después, vomitar un perro rabioso. En el IAE hice algo así cuando tuve que dar el discurso de graduación. Me habían elegido mis compañeros para hacerlo (seguro que pensaron en mí porque estaban fanatizados con el periódico clandestino que edité los dos años del Posgrado). Pero el Rector no pensaba lo mismo que mis compañeros, no estaba tan seguro de mis palabras y, con la excusa de enviarme el párrafo inicial con los saludos a las autoridades presentes, cinco días antes del acto, me mandó a pedir con su secretaria que le adelantara mi discurso por e-mail “para revisarlo”. Me puse verde, no podía creerlo.

Todo el fin de semana estuve pensando el modo de mandar una contestación al Rector la que lo mandaba a la mierda por presionarme. Hasta deliré con armar una campaña de denuncias porque consideré (y considero) que esa “revisión” era censura previa.

Pero el domingo, mientras escuchaba por radio los partidos de fútbol, me llegó la iluminación. Encendí la computadora, abrí el WORD y empecé a escribir un discurso servil y empalagoso, recargado de matices de infantilismo más propios de un graduado de Escuela Primaria que de un Master en Dirección Ejecutiva. Al principio lo hice para desahogarme y bien que me cagué de risa. Tras releerlo, decidí mandárselo a la secretaria del Rector esa misma noche. En mi mente ya tenía un plan.

El lunes por la tarde, recibí el mail de la secretaria con la bendición de mi discurso y “el agradecimiento por tus generosas palabras” de parte del Rector. El pez había mordido el anzuelo, solo debía soltar dos días de tanza para sacarlo del agua en el momento justo. El miércoles, ante casi un millar de asistentes, con las máximas autoridades educativas, religiosas y políticas sentados detrás de una larga mesa sobre el escenario (y a la derecha del atril donde debía hablar), la crema periodística en primera fila, más los profesores disfrazados con cofias, fajas y capas bordó plagadas de incrustaciones de piedras en una especie de palco, los graduados con nuestras togas y sombreros de Calculín y una multitud de invitados, me llegó el turno de pasar a leer mi discurso. De frente al atril, estiré el papel y empecé a leer el encabezado donde se nombraban a las autoridades presentes, (el formulismo que me habían pasado). Hice un largo silencio, miré a la concurrencia, doblé el papel en tres partes, me lo metí debajo de la toga. Los ojos desencajados del Rector (sentado en la larga mesa de súper notables) fueron el preludio de mi obra de improvisación. Largué un discurso en total libertad y hasta me di el gusto de despacharme contra el periodista Neustadt, sentado en primera fila. En realidad a lo largo del discurso no dije nada malo, ni agresivo, todo lo contrario ¿Qué podría decir en una fiesta de graduación? El fuego en las miradas de la mesa de súper notables, llegó chamuscarme los pelos díscolos de mis indomables crenchas. Por suerte el público aplaudió con gusto y el viento de sus palmas alejó esas llamas infernales que comenzaban rodearme. No sé si muchos se dieron cuenta. Por lo menos sé que a mi viejo, parado bien atrás, le gustó lo que hice. Al finalizar el acto me abrazó re-contra fuerte y nuestros cuerpos arrugaron el título de cartulina.

No sé como caí en esta anécdota. Si, ya me acuerdo, la idea de pergeñar algo con gancho para la editorial, salamearlos un poco, como lo hice con el Rector del IAE. Ahora que lo pienso, ¿y si este vuelo que hice no fue casualidad? Tal vez Puerta del libro me está pidiendo que cuente algo de mi Master, lo del diario clandestino, alguna parte gris de esa vivencia dentro de un campus con ejecutivos y a las órdenes formativas de una organización regida por la ortodoxia religiosa. Pero si es eso, está jodida. Nada se me viene a la mente.

No sé qué quieren que escriba, ni cuál será el libro que ella tiene en mente, pero logró inocularme el veneno, no dejo de pensar en ese libro, mi primer libro. No puedo dejar pasar la oportunidad.

Lo mejor será bajar al bar, es lunes y faltan cinco minutos para las doce del mediodía. Bancarme al mozo, por ahí anda triste con el empate contra All Boys, y esperar sentado en esa mesa roída por las marcas porque llegue a almorzar Puerta del libro. Y ni bien entre, ir con ella, entregarle mi espada, como un buen Samurai lo en vísperas de su sacrificio.