miércoles, 16 de febrero de 2011

Bitácora editorial II - Café cortado vs Taza de té de tilo

“Leímos lo que escribió. Tenemos que hablar. Estoy en el café, al lado de su casa”. El mensaje acaba de entrar en la bandeja de facebook, lo envía Puerta del libro. Del perfil solo puedo saber que es mujer y trabaja en una editorial. Entra un nuevo mensaje de Puerta del libro: “Por qué pierde tiempo en buscarme en la red si me tiene a cinco pisos de distancia. Salte de la silla y baje, se termina mi hora del almuerzo”. Cierro el facebook, desconecto la webcam, voy a “Inicio” y clickeo en “Apagar equipo”, aparece una ventana y hago clic en “Apagar”. Tengo la sensación de que la pantalla me mira. Arranco el conector de Internet de la CPU en el mismo momento en que la pantalla oscurece y el ventilador de la computadora da la última vuelta. Me acerco a la ventana y, camuflado detrás de la cortina, espío. En la calle, la gente camina a las apuradas. Repaso una a una las ventanas de enfrente. No logro identificar si alguien me observa. Suena el talán-talán metálico de los mensajes entrantes del celular. El remitente es desconocido: “¿Le voy pidiendo un café cortado en jarrito?”. No contesto. Me calzo las zapatillas, salgo del departamento y voy para el ascensor.

La paranoia me come el coco: no quito los ojos de la cámara de seguridad empotrada un uno de los vértices del techo del ascensor y, al atravesar el largo pasillo, controlo el teleobjetivo del aparato que registra los movimientos de ingreso y egreso del edificio. Piso la vereda con la mirada clavada en las baldosas y me ligo un chorro de la manguera del portero. Se disculpa y le digo que no es nada. Después de hacer siete pasos, me paro frente al café. Las mesas están repletas de comensales. Abro la puerta y me golpea una ola de conversaciones solapadas con golpes de cubiertos y la tele a todo volumen. Trazas de filet de merluza activan el agua dentro de mi boca. La agitación de una mano orienta mi mirada. La que me llama es la escuálida de la editorial y está sentada en la mesa más apartada de la puerta. Sorteo respaldos de sillas y me paro a su lado. Ella tomo café de a sorbos, hace ruido. Odio eso. Posa el jarrito sobre la mesa y me dice que está sorprendida con mi demora, que con las ganas que tengo de que me editen un libro pensaba que bajaría más rápido. No abro la boca. Tiene la blusa de seda blanca. “Es el uniforme de la empresa, tengo uno para cada día, se lo digo, por si hace alguna notita en el facebook”. Evito nuevamente contestarle. “Por lo menos practica la economía de palabras: no contestó ni siquiera lo del café”. Le digo que no tomo café. Recorro con la mirada sobre la línea de las cabezas y encuentro al mozo detrás de la barra, coronado por el reloj de “Café Los 5 Hispanos”. Le hago la seña de juntar dedo pulgar con le índice de la mano derecha y llevármelo a los labios. Con una sonrisa cómplice, levanta su pulgar derecho. La chica me dice: “No me ofendió lo que puso de mis vértebras puntiagudas”. Invento un interés de arqueólogo en las marcas que tiene la mesa. La escuálida levanta el tono: “Si tengo combada la columna es por leer tanta porquería de los escritores”. El mozo rompe la conexión de alto voltaje que la mirada de ella hizo sobre mis ojos. El mozo apoya la taza con té de tilo y le dice a ella que tomo eso porque tengo demasiada energía y la tengo que bajar con el tilo para no matar a ninguna. Me guiña un ojo y me da un cachetazo en la nuca. El flequillo cae y se entrevera en mis pestañas. Me reacomodo la punta de los pelos detrás de la oreja. La secretaria de la editorial se pone de pie, dice que se le terminó la hora del almuerzo, que saben mucho de mí y quiere que lo hablemos, pero que la próxima cita llegue con más tiempo. Agradece la invitación de los café”, se retira, no me doy la vuelta. Sobre la ola sonora del bar, barrena el arrastre de sus sandalias. El mozo reaparece con reproche: “una vez que caes con una mina, se te va. Para colmo, te vistió de Paganini, cinco se tomó”. En la tele pasan los goles de la derrota de Boca frente a Godoy Cruz. El bar es murmullo monocorde. El mozo mira la pantalla y larga “es el fin de la ilusión” y media faz del rostro se le oscurece.

Me pierdo en el verde de la bombonera salpicado de papelitos y trago, en mínimas tomas, el té de tilo.